Cuando era pequeña no consentía en acostarme hasta que Televisión Española no cerraba la programación con el himno nacional. Y con imágenes de Franco. Después, la carta de ajuste. Qué metáfora todo. Ahora, en cambio, me dan las tantas porque no se acaba la emisión ... en ningún momento y nadie me dice cuándo tengo que irme a dormir; así voy, con menos horas de sueño en el cuerpo que dinero en el banco. También es verdad que prefiero ir arrastrándome como un zombi a que salga Franco. O similar.

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Para compensar, durante el día me quedo traspuesta casi inmediatamente después de comer. Diez minutos, quince a lo sumo, pero frita. Eclipsada viva. Será la edad, que lo es, pero una necesita recomponerse a mitad del día. Como el maquillaje. Por eso soy tan comprensiva con Margallo: cómo no se va a quedar durmiendo en una sesión de la Eurocámara si yo me quedo lista viendo el 'Sálvame' con el griterío que se monta. Peor es lo de Kiko Matamoros, que se duerme mientras participa en el programa en directo. Será porque tiene la conciencia tranquila, como Margallo. O porque dormirse en el trabajo es hacerle un corte de mangas al mundo, que también.

En cualquier caso, hay veces en las que el sopor te asalta sin posibilidad de escape: intentes no rendirte pero, al final, acabas claudicando. Es un sueño involuntario, un dormir a destiempo, a contrapelo y en vertical, una modorra que nos pilla en cualquier sitio, nos descoyunta el cuello y nos iguala a todos: a Matamoros con Margallo y a las mortalas con la mismísima Preysler, que los ricos también roncan y a la ínclita la pillaron en el AVE babeando sobre su rebequita de vicuña. A lo que nunca he llegado es quedarme dormida en el váter de un bar, como el tío de León. Aunque, a este paso, no descarto nada.

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