Evangelio de Mateo, capítulo 21. Jesús entra en el templo de Jerusalén. Ve el panorama que hay en el patio, rebaños de ovejas y terneros, palomas a mansalva, mesas de cambistas de dinero, barullo y griterío, hace un látigo con cuerdas, a golpes tira por ... el suelo las mesas de los vendedores y planta el ganado en la calle al grito de «mi casa es casa de oración, y la habéis convertido en una cueva de ladrones». Nuestro inmortal El Greco, hacia 1600, inmortalizó la escena en un cuadro titulado 'Expulsión de los mercaderes del templo'.

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No hace muchos días se levantó en Toledo una ventolera de mucho cuidado con ocasión de un vídeo grabado en la catedral, con la autorización del presidente del Cabildo y sin que el arzobispo supiera nada del asunto. ¿Resultado? Muchos fieles protestaron airadamente al sentirse heridos por el uso indebido de un lugar sagrado. El resumen de la cosa es conocido: el arzobispo pidió perdón y el deán de la catedral presentó la dimisión de forma irrevocable.

Esto me ha llevado a hacerme la pregunta siguiente: ¿qué queremos decir o a qué nos referimos cuando hablamos de las iglesias? Recuerdo que en una ocasión, hace ya de esto muchos años, en la inauguración de una obra realizada en un templo parroquial de La Rioja Alta, conversábamos de forma desenfadada el obispo de entonces, el asturiano Álvarez Martínez, el consejero de Cultura de turno y un servidor. El consejero hacía referencia continuada al término 'contenedor religioso', que al menos yo no acababa de pescar. Opté por preguntarle que a qué se refería con lo del contenedor de marras, a lo que contestó con toda naturalidad que se refería a la iglesia, al templo parroquial. «Acabáramos –le dije– usted considera un templo como un recipiente, un depósito de cosas, tales como cuadros, imágenes, columnas, retablos, altares...».

¿Hay gente que piensa algo parecido? Ya lo creo que sí. Toda esa gente que entra en los templos de nuestro Casco Antiguo, tal que La Redonda, Santiago, Palacio o San Bartolomé, con la única finalidad de contemplar, admirar, sacar fotografías y hacer comentarios sobre las obras de arte que contienen dentro. Yo no tengo nada en contra de que la gente disfrute del contenido de las iglesias. Sí entiendo que hoy por hoy es necesario recuperar de alguna manera la sacralidad de los lugares sagrados.

Me remonto a la figura de Moisés, el gran amigo de Dios, cuando en el monte Horeb se acercó a la zarza que ardía sin consumirse, recibió de Yahvé el siguiente imperativo: «Detente, Moisés, y quítate las sandalias pues el lugar que pisas es sagrado». ¿Qué podría decirnos hoy Dios cuando entramos en un templo que ha sido consagrado y bendecido, un lugar que es la Casa de Dios pues el Hijo de Dios, Jesucristo, está sacramentalmente presente en el sagrario, y cuando dentro no nos portamos correctamente? Un cura amigo mío que ha dado muchos años de su vida a la causa de la fe y de la Iglesia me decía no hace mucho tiempo que «en nuestra Iglesia católica, en nuestros templos, hemos dejado entrar como la cosa más natural del mundo la costumbre de hablar, de parlotear. Esta, como un nuevo 'caballo de Troya', trae entre otras cosas una muy importante: la negación del silencio. Este es absolutamente necesario para reflexionar, para orar, para cargar las pilas y poder salir renovados a la lucha de cada día». Estoy completamente de acuerdo con esta apreciación de mi buen amigo.

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Quiero terminar con una sugerencia que es válida para todos los que habitualmente frecuentamos la iglesia, sobre todo cara a la formación de nuestros niños y jóvenes. Al igual que en el trato social hay unas normas de educación, de respeto, de afecto, unas maneras de tratarse unos con otros, ¿por qué no enseñar a nuestros hijos a comportarse delante de Dios como los hijos se portan con sus padres, y a tratar con cariño las cosas santas? Hay que recuperar el respeto de lo divino, el sentido de lo sagrado en los gestos, en las posturas, sin rigideces pero con claridad. Ese ha sido siempre el cometido de las normas litúrgicas: garantizar el cuidado del culto a Dios. Su casa debe ser siempre la casa de Dios.

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