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Cada día me gustan más los perros. Y menos sus dueños. Y es que, sin ánimo de generalizar, hay algún propietario que se las trae. La suciedad que generan algunos dueños de canes que se hacen los locos y 'olvidan' recoger heces u omiten aliviar ... los restos de la orina con agua es un asunto que se escapa a mi comprensión. En ninguna cabeza cabe (salvo en la de estos individuos, imagino), que por ejemplo una madre permita que su vástago defeque en la calle sin que haya un reproche social inmediato. Abandonar un pañal sucio colgado de una farola estaría sin duda sancionado ipso facto. ¿Y qué me dicen de orinar en la silla de ruedas del vecino? Suscitaría un aullido automático. Pero si el protagonista es canino, la cosa cambia. Radicalmente.
Este comportamiento de laxitud cívica, no obstante, no es el único en el ámbito canino. Reto a quien quiera a que se dé un paseo a cualquier hora, especialmente por las zonas menos céntricas de Logroño. Me juego una caña a que seguro que se topan con un perro suelto, al que acompaña un despreocupado ciudadano a cierta distancia y que, cuando el animal se abalanza sin remedio sobre el viandante, el dueño se permite el comentario de 'tranquilo, si no hace nada...'. Pues ya estaría, ¿o no?
En defecto del supuesto del animal suelto, la alternativa es la de averiguar por dónde transitar en una calle en la que en uno de sus extremos pasea un perro, mientras que el otro lado de la acera la ocupa el propietario que conduce al bicho con una correa infinita. Ensimismado en sus cuitas, el (ir)responsable del animal no se percata (o no quiere) de que el peatón se ve obligado a ejecutar una acrobacia digna de optar a medalla en los Juegos Olímpicos para superar el obstáculo. Hándicap inasumible si sumamos niños pequeños a la ecuación.
En fin, ya les digo que me gustan los perros. A quienes aguanto menos es a sus dueños. A los incívicos.
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