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Cuando leo en este diario los laberintos de la alta política sanitaria, los ceses y destituciones, pienso con tristeza e indignación en el tiempo y la energía que esas batallas le restan a la tan necesaria intervención en materia de salud pública. Y hasta puede ... parecer que los responsables políticos están más preocupados por sus intrigas palaciegas que por los problemas de los ciudadanos.
No puedo evitar, entonces, pensar en la baja política, en la que afecta a la calidad de vida de los hombres y mujeres que nacieron en la posguerra y que ahora necesitan tantos cuidados, ya que la mayoría están cargados de achaques por toda una vida de sacrificio y privaciones.
Ante tanto despropósito, solo me consuela acordarme del buen hacer de doña Antonia, la última médica que tuvo mi padre. En el barrio, el pequeño consultorio de salud es el punto más importante de encuentro vecinal. En su momento, su apertura supuso una gran mejora porque hasta entonces para recibir asistencia era necesario desplazarse varios kilómetros. Aunque no todos lo vieron como una ventaja; por ejemplo, a mi madre le parecía que los médicos buenos eran los del centro de salud de toda la vida. Por lo que solo cuando ella murió pudimos solicitar el cambio para mi padre por cercanía a su domicilio. Nos encontramos con un problema, y es que la doctora tenía el cupo lleno, por lo que era preciso hablar con ella para ver si aceptaba incluir a mi padre. Pedí cita y, cuando me disponía a contarle la vida y milagros del paciente aspirante y su parentela, me cortó con un simple «vale». Esa fue la primera vez que acudí a su consulta. Luego acompañé a mi padre en muchas ocasiones y siempre me sorprendí gratamente con la amabilidad y humanidad de esta señora. Y naturalmente, con su ojo clínico ya que solo con echarle un vistazo a mi padre sabía si le había subido el azúcar o si había olvidado la pastilla de la retención de líquidos. Además, la farmacia está al lado del consultorio y existía una coordinación perfecta. El único objetivo de todos ellos es resolver los problemas de estos pacientes que debido a su edad no se manejan bien con la tarjeta sanitaria, el copago, la receta digital, etc.
Además de pasar consulta y lidiar con las trabas burocráticas, doña Antonia, de vez en cuando, debía salir para atender las emergencias. Más de una vez he llamado a mi padre por teléfono para ver qué hacía y me explicaba orgulloso que él y otros ancianos tenían la misión de vigilar que nadie robara en el centro, porque la doctora había ido a la casa de algún vecino que estaba muy malito. Y yo me los imaginaba defendiendo con su vida, si hacía falta, las vendas, la mercromina y todo el material quirúrgico. Por suerte, este ejemplo de médicos y médicas imprescindibles, lo he visto también en mi centro de salud de Logroño, en Rodríguez Paterna. Y por supuesto no me olvido de los enfermeros y enfermeras, no me cabe duda de que el sistema sanitario funciona por la militancia y entrega de estas personas.
Así que me alivia bastante saber que en cualquier rincón de España tenemos a una doña Antonia o un don Antonio supliendo con su humanidad y profesionalidad la falta de empatía y responsabilidad de los gobernantes. Que, dicho sea de paso, son parecidos en todos los lugares.
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