Domingo Dulce y la concordia en tiempos de guerra
Hoy se recuerda al riojano que quiso cambiar Cuba, que lo intentó y falló, pero dejó su huella en la historia de aquella tierra
JAVIER ZÚÑIGA CRESPO
Miércoles, 13 de julio 2022, 21:00
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JAVIER ZÚÑIGA CRESPO
Miércoles, 13 de julio 2022, 21:00
En estos días de julio, pero del año 1869, arribaba el vapor Guipúzcoa al puerto de Cádiz. Procedente de la Isla de Cuba, a bordo iba Domingo Dulce (1808-1869), natural de Sotés, forzado un mes antes a relevar su cargo como capitán general de ... la perla de las Antillas. El riojano, también conocido por su título de Marqués de Castellflorite, era entonces un veterano general de caballería asentado en la cúspide del denominado régimen de los espadones. Bregado en la gran mayoría de sucesos políticos y militares del periodo isabelino, tuvo un protagonismo clave en la conspiración que finalmente derrocó a la monarca borbón en septiembre de 1868. En diciembre de ese mismo año había recibido el bastón de mando de Cuba, por entonces colonia española, con el objetivo de sofocar la rebelión independentista iniciada meses antes.
El nuevo gobierno revolucionario liderado por Serrano y Prim vio en él una figura idónea para acabar con el naciente conflicto armado. No era Cuba un lugar desconocido para Dulce; de 1862 a 1866 ostentó el mismo cargo, tiempo en el que se granjeó el reconocimiento de la nueva burguesía criolla como un general liberal abierto al diálogo e implicado en el progreso de la isla.
Su unión emocional con Cuba vivió un nuevo episodio en 1867 a través del matrimonio con Elena Martín de Medina y Molina, perteneciente a una familia de poderosos hacendados azucareros y oriunda de Matanzas. Dado este currículo, se pensó que un perfil más conciliador que autoritario, acompañado de una cartera de nuevas concesiones liberales para la isla sería suficiente para calmar los ánimos de un levantamiento armado del que, sin embargo, se desconocía sus dimensiones reales. Tomó posesión de la Capitanía de la isla en enero de 1869.
Su primera alocución a los cubanos fue tajante: «Cuba dejó de ser colonia», a lo que acompañó un poético «olvido de lo pasado y esperanza en el porvenir». Para Dulce, Cuba era una provincia española donde debían regir los mismos derechos y libertades que en las demás. Así, anunció la primera ley de libertad de imprenta de la historia y la formación de comicios para la elección de diputados a cortes, hasta ahora sin representación.
En el asunto bélico, ordenó una ley de amnistía para aquellos rebeldes que entregasen las armas en un plazo de 40 días. Proliferaron nuevos periódicos y revistas, muchos de los cuales criticaron duramente al gobierno y a Dulce, arguyendo tardanza en las medidas y desconfianza en que no fuesen concesiones temporales mientras durase la rebelión.
Entre estas firmas, se leyó por primera vez la de José Martí. Sin embargo, no todos los actores del conflicto defendían el talante conciliador del nuevo capitán general. El cuerpo de voluntarios, una suerte de organización paramilitar formada por civiles que decían defender los intereses de España en Cuba, abogaban por una guerra sin cuartel contra los rebeldes.
De este modo, el liberalismo de Dulce quedaba acorralado entre el hartazgo y la desconfianza por parte de los criollos y el conservadurismo belicista de los voluntarios, integrados en sus propias tropas. Estos últimos, superiores en número al ejército regular en las grandes ciudades, fueron tornándose en un poder paralelo a la autoridad de Dulce, desarrollando su guerra particular en la retaguardia. Mientras tanto, en el oriente de la isla las fuerzas mambises resistían los envites de las columnas españolas, gracias en gran parte a la complicidad de la población rural y la recepción de material militar desde Estados Unidos.
Con estos condicionantes, el paquete de medidas anunciado no tardó en caer en saco roto; la libertad de prensa se restringió de nuevo, se detuvo el proceso electoral y la amnistía anunciada no dio los resultados esperados. El plan liberal de Dulce fracasaba, cediendo cada vez más ante las prerrogativas de los voluntarios los cuales veían crecer exponencialmente su poder.
La situación para el riojano revestía cada día mayor gravedad, especialmente en lo tocante al control de su retaguardia. Falto de apoyos por ambos bandos, a finales de mayo presentó su dimisión al gobierno. Sin embargo, los voluntarios no le permitieron ni una entrega honrosa del bastón de mando: la noche del 2 de junio rodeaban el palacio de la Capitanía General en La Habana y obligaban a Dulce a resignar su cargo inmediatamente, en lo que a todas luces fue un golpe de estado contra la máxima autoridad de la isla.
Aunque trató de mostrar resistencia, fue inútil, estaba solo. Entregó el mando y abandonó la isla al día siguiente. Ya a bordo del vapor de vuelta, escribió a Prim en un extenso telegrama: «Acarícianse todavía en aquellas islas las tradiciones del absolutismo y niégase el mayor número de los españoles residentes en ellas a reconocer las conquistas de la civilización moderna».
El gobierno desoyó las denuncias de Dulce sobre la afrenta sucedida y este fallecía solo unos meses después, en noviembre, en un estado depresivo y aquejado del cáncer que padecía. La nueva Cuba que Dulce proyectó viviría otros nueve años de guerra, dejando unas heridas abiertas que terminarían con la independencia definitiva de la isla en 1898.
La historia de un rotundo fracaso también es la de un proyecto reformador que, incluso en un contexto bélico, apostó por instaurar libertades nunca vistas, solo frenado por el incontenible peso de los extremos donde no existía ya espacio para la vía intermedia.
Hoy se recuerda en esta columna al riojano que quiso cambiar Cuba, que lo intentó y falló, pero dejó su huella en la historia de aquella tierra.
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