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Hace tanto que el yayo Tasio comparte su vida con él que es incapaz de poner fecha a cuándo empezó a sufrirlo. Se trata de un pinchazo localizado en su espalda ya jibosa, en un lugar difuso entre el final de la columna y su ... cadera derecha. Un día, no sabe cómo ni por qué, empezó a notar esa incomodidad que nunca antes había sentido. Ni siquiera cuando de mozo acarreaba fardos de paja como si fueran onzas de aire y se echaba al hombro sacos repletos de piedras para reparar el corral siempre agrietado. Una mañana, muchos años después y a consecuencia de ningún esfuerzo, se levantó de la cama y reconoció aquel dolor que no le ha abandonado desde entonces. Al principio no le dio importancia. Pensó que con unas friegas de vinagre y unas ventosas bien puestas pasaría como había llegado. No fue así. Las semanas transcurrían y ni el médico ni los analgésicos conseguían espantarlo. Por supuesto, el abuelo no dijo nada a nadie. Un poco por no preocuparnos y un mucho quizás para no mostrar vulnerabilidades de viejo. Desde entonces se limita a convivir con él. Y como en todas las relaciones íntimas, unas veces se dan una tregua y otras las punzadas son tan agudas que acaba mortificado. En cuanto amanece y antes incluso de abrir los ojos, Tasio dirige la mente a su espalda. Se pregunta si seguirán ahí, si habrá encontrado otro cuerpo al que martirizar. Se incorpora y no siente nada. Respira hondo, pero la ilusión le dura nada. El tiempo que tarda en dar un paso y sentir que a su soledad nunca le faltará la ingrata compañía de su propio dolor.
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