Es humano preocuparse por las urgencias de cada día y más en un tiempo en el que la incertidumbre no nos da tregua. Estos días poder llegar a fin de mes supone para muchos alcanzar un horizonte lejano. En Europa estamos, como ha declarado Borrell, « ... ante una crisis existencial». Según el jefe de la diplomacia europea, «primero tuvimos la peste; luego tenemos la guerra, y ahora viene el hambre, por las exportaciones de alimentos de Rusia y Ucrania». Estamos atónitos y asustados pero, en esta innegable realidad, no puedo dejar de mirar a Ucrania y al paisaje de dolor que nace de la guerra.

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No es lo mismo contemplar la guerra que padecerla, no es lo mismo intuir el dolor de los otros que sentir el desgarro interior del sufrimiento extremo. Nadie está preparado para soportar una guerra, salvo los que las ordenan y dirigen en la comodidad de sus despachos decorados de soberbia. Vemos a las madres con sus hijos asustados, vemos a soldados ayudando a ancianos a trasladarse o consolando niños... Vemos el dolor ajeno hasta casi sentirlo pero, como escribió Susan Sontag, «no podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es la guerra; y como se convierte en normalidad. No podemos entenderlo, no podemos imaginarlo. Es lo que cada soldado, cada periodista, cooperante y observador independiente que ha pasado tiempo bajo el fuego, y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado, siente con terquedad».

He visto ese vídeo difundido por la principal cadena de televisión estatal rusa mostrando una siniestra ceremonia de condecoración de nueve soldados que forman fila en sillas de ruedas ante Alexánder Fomin, viceministro de Defensa de Rusia. Vestidos con un pijama de rayas, mutilados y sin poder sostenerse en pie, reciben una medalla de latón mientras el general les dice que son unos héroes «continuadores de la gloriosa tradición de nuestros padres». La mirada seria, perdida y triste de los nueve soldados nos da idea de lo que tan huecas palabras golpean sus vidas truncadas para siempre. Al ver esa terrible ceremonia de crueldad hacia sus propios soldados una no duda de que Putin escribe con sangre y dolor su página en la historia de la infamia.

Los rostros desolados de esos soldados rusos mutilados me ha recordado la novela Imán, escrita por Ramón J. Sender, en la que narra los padecimientos de los soldados españoles en Marruecos en 1921. Enviados a colonizar el Rif, con escasos medios, Viance, el soldado protagonista, tras la derrota de Annual, le dice a un compañero: «Nosotros somos los que en la prensa y en las escuelas llaman héroes. Llevar sesos de un compañero en la alpargata, criar piojos y beber orines, eso es ser héroes. Yo soy un héroe. ¡Un héroe! ¡Un hé-ro-e!». Y es que nadie vuelve igual de una guerra, aunque salve la vida.

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