Arnaldo Otegi se dirigió a las víctimas de ETA y les dijo: «Sentimos su dolor. Nunca debió haberse producido». Eso ya lo sabíamos, pero se produjo. Tras escucharle he pensado a menudo en el dolor. Hubo un tiempo en España en el que terror y ... dolor caminaban juntos por la línea del horizonte que jamás se extingue. ¿Cuánto dolor puede soportarse?, ¿dónde se guarda el dolor?, ¿cuándo nace el dolor?, ¿qué o quien causa el dolor? El volcán de Cumbre Vieja, por ejemplo, explosionó sin intención, sin consciencia, sin elegir a los perjudicados y aleatoriamente llena de pesar a los isleños. Su tristeza es enorme, sin embargo, tienen algo de esperanza. Saben que nada será como antes pero será de otra manera.

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Pero cuando la muerte se hace presente ya no hay futuro. Planificar un asesinato a sangre fría, elegir a la víctima, empuñar el arma, ser consciente de lo que supone matarla y, sin embargo, ejecutarla siempre creí que era objetivamente perverso además de punible. El dolor que genera es un dolor desgarrado, hondo, inabarcable, sin ningún atisbo de consuelo. El sufrimiento que arrastra la lava se almacena en el fondo del mar hasta acrecentar la isla en un apéndice siniestro. Pero el dolor que ha provocado ETA ¿dónde se sedimenta?, ¿en qué corazón cabe?. ¿Cómo se atenúa, cómo se vive de noche y de día luchando contra el recuerdo, cómo se puede cegar la fuente por la que mana la pena negra?

Esta inquietud volvía cada atentado de ETA. Tras diez años de silencio de las pistolas y sin tener que contar muertos sigo preguntándome cómo fue posible defender el uso de la violencia como medio para lograr un objetivo político. No encuentro respuesta. Tampoco entiendo cómo crearon un clima de miedo que permitió tejer una red de encubridores tan eficaz como moralmente repudiable. Todavía hoy no admito que la villanía se aplauda como una heroicidad cuando el sentido común advierte que no hay causa, por legítima que parezca, que se justifique por la violencia. Así que diez años después de la muerte de ETA, con los pistoleros desarmados, sin ajusticiamientos ni asesinatos, creo que el dolor se mitiga pero no desaparece. Vencieron la democracia y la ley pero sobre todo triunfó la razón. Llenos de dolor, entre todos derrotamos a ETA porque ella sola no se murió.

Oír a Otegi hoy resulta tan patético como entonces. Ha tardado diez años en aceptar lo evidente, en tomar consciencia del dolor causado. Menos es nada pero no parece que esté avergonzado. Es que, como diría mi madre, algunos tienen pelos en el corazón. Reconocer el inmenso error no le devuelve la dignidad perdida; tampoco a nosotros nos cura la náusea que produce escucharlo. En el terreno moral él y los suyos deben pedir perdón y quienes usan el dolor ajeno para conseguir votos debieran conversar con sus conciencias.

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