¿Desde cuándo discrepar es incitar al odio?
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El obispo secretario de la Conferencia Episcopal Española de vez en cuando manda unos mensajes que dan en el clavo y que hacen pensar. En el último, dijo cosas como las siguientes: 1.- «Por mucho que se reivindique el diálogo, este es imposible cuando se ... sustituye la razón por la emoción». 2.- «El odio se fomenta cuando se declara 'delito de odio' cualquier discrepancia». Y 3.- «No hay mejor manera de controlar el pensamiento que negando su existencia».
Por supuesto que estoy totalmente de acuerdo con estas tres apreciaciones. El diálogo, se mire como se mire, es el único medio que existe para evitar el choque entre las distintas culturas y mentalidades. Todos convivimos con personas diferentes a nosotros. Son lo que se puede calificar «nuestros vecinos de siempre», familiares, amigos, compañeros de trabajo, de diversión, de lo que sea. Cada uno es hijo/a de su padre y de su madre; de ahí que los puntos de vista, las mentalidades, los proyectos de vida, la forma de enjuiciar la vida política y social son distintos, y a menudo absolutamente contrarios.
Esta realidad llevada al mundo complejo –y a menudo demasiado emocional– de la política origina antipatías, malentendidos, que degeneran en rechazo y en manifestaciones abiertamente violentas. Alguien dijo que no hay entendederas si no hay explicaderas. Diálogo, diálogo y diálogo. Es absolutamente necesario saber dialogar para sobrevivir en unos niveles de convivencia mínimamente aceptables. ¿Somos capaces los hombres y mujeres de a pie, y con más razón los profesionales de la política y de la información, de transmitir a los otros nuestra visión de la vida, de la familia, del trabajo, del ocio, de la salud, de la educación, de forma pacífica y, lo que es más importante, somos capaces de escuchar atentamente lo que dicen los demás al respecto? ¿A qué viene ese argumentario tan dictatorial de que el que piense distinto es un incitador al odio? Alguien ha dicho que todas las personas, por muy equivocadas que nos parezcan, siempre tienen algo de verdad. Podemos aprender todos de todos. Los españoles, si queremos comprender nuestra realidad, hemos de evitar a toda costa la actitud del avestruz y ampliar nuestro horizonte, buscar siempre la verdad y profundizar en ella, y así – y solamente así– estaremos dispuestos al diálogo.
Dialogar no es conversar, solamente. Dialogar es encontrarse dos o más personas –¡cuántas veces habla el Papa Francisco del encuentro!– en un clima de apertura, de escucha atenta, con ánimo de comprender y con una cierta benevolencia, y así cada uno se enriquece con la parte de verdad que el otro posee.
Lo contrario del diálogo no es el monólogo, que sirve para muy poco. Lo contrario del diálogo es la falta de diálogo. Hay un adagio chino que dice lo siguiente: «La sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente». A mí me gustaría recordar a nuestros profesionales de la política que el hecho de ser diferentes es una riqueza porque en principio nos puede ayudar a aprender unos de otros. ¿Qué es eso de que la diferencia incita al odio? Cada uno es como es y tiene derecho a serlo. Cuando se dan las condiciones para un diálogo verdadero, no habrá lugar para un vencedor ni un vencido, habrá en todo caso un convencido, que es algo muy distinto.
Termino con unas orientaciones de los obispos españoles para encarar los próximos años en nuestra sociedad tan marcada por la desconfianza y el enfrentamiento. «Nos hemos hecho esclavos de un relativismo que impone valores y estilos de vida que surgen de un capitalismo en el que solo vale la producción y el consumo». El 'Tanto vales cuanto tienes', de Cervantes, Lope de Vega y otros, añado yo.
«Un relativismo que niega los valores absolutos –la vida, la muerte, la verdad, la existencia de Dios, el bien, el mal– y coloca todo en función de la percepción subjetiva de cada uno y de los intereses de los grupos de poder». Algunos de nuestros políticos, añado yo, nos quieren súbditos y esclavos de sus ideas, de sus planes, no ciudadanos libres. Esto sí que es incitación al odio.
«En todo este proceso desintegrador de la sociedad ha ocupado un puesto muy destacado el empobrecimiento espiritual que nos está arrasando: el olvido de Dios, la indiferencia religiosa, el desprecio por las cuestiones fundamentales acerca del origen del ser humano y su destino final trascendente. ¿Qué comportamiento moral y ético se puede esperar en estas circunstancias tan desoladoras? Es necesario, concluyen los obispos y yo con ellos, reafirmar la vivencia religiosa, la fe en Dios: aporta claridad y firmeza a la vida humana porque Dios que es amor nos moverá a amar a todas las personas. También a las que no piensan como yo».
Y esto no es incitación al odio, sino todo lo contrario.
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