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Existen muchos problemas en España, pero hay uno que es fundamental para que quienes tienen que resolver los demás puedan hacerlo con autoridad y respeto. Los avatares que desde hace algunos años y particularmente los últimos meses vienen empañando la vida pública en nuestro país - ... desde la corrupción al trapicheo de cargos escenificado recientemente- han empañado ¡y cómo! la imagen de la política. No es verdad que todos los políticos sean farsantes, que solo ambicionen el poder y que estén en los puestos para forrarse, pero es la impresión que existe.
Y no es justo generalizar. Efectivamente, ocurre con algunos políticos, aunque la gente se queda con las imágenes escandalosas de una actividad que es competitiva y, por lo tanto, abierta de par en par a la crítica y a la zancadilla, digna en su esencia de servicio a la colectividad, e imprescindible en su ejercicio. Por eso creo que reivindicar su importancia para la sociedad y lavar su imagen tan deteriorada se convierte en una cuestión urgente. Es evidente, también es cierto, que la mayor parte de culpa de este desprestigio es de los propios políticos. Se lo han ganado a pulso.
Algunos políticos confunden la obligación que tienen de competir en la difusión y defensa de sus ideales y proyectos con formas agresivas y de la peor manera de contribuir a la buena convivencia. Es penoso el suicidio profesional que cometen delatando su escaso sentido de la educación más elemental, del respeto a los demás y prostituyendo una forma de interpretar la práctica del debate democrático de una manera indecorosa. Las nuevas generaciones de políticos deberían reconsiderar estas observaciones. Intentar ganarse simpatías insultando y denigrando a los rivales difícilmente será efectivo, pero si revelador de escasos recursos argumentales.
Ahora, alertados por la crisis que sufre la política, sería el mejor momento para que germine un acuerdo tácito entre los partidos y sus líderes para dar un giro a las estrategias y a los modos incorporando la costumbre olvidada del respeto. No es normal que una profesión que por naturaleza debe su éxito a los votos conquistados renuncie a conseguirlo desde la buena imagen que debería dignificarla y enorgullecerla. Es evidente que la responsabilidad y el interés por limpiar la política corresponde a los políticos. Y que los demás -empezando por los medios- colaboremos a que lo consigan.
No será fácil: la degradación ha ido muy lejos; basta escuchar los debates parlamentarios para observarlo. Pero difícil no significa imposible. Otras instituciones lo han conseguido y me remito al cambio de imagen logrado por la Guardia Civil, las Fuerzas Armadas, o como los que están en proceso de conseguirlo: la Justicia o la sanidad pública. La proyección internacional de la normalidad política que ofrezcamos es fundamental para nuestra imagen como país y como sociedad.
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