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Las residencias de ancianos se convirtieron, durante la primera ola de la pandemia, en el lugar más azotado por el COVID. La falta de equipos de protección, la carencia de pruebas de diagnóstico y la tardanza en decidir el cierre de los centros se alinearon con la fragilidad extrema de la población residente para causar estragos. La situación, en esta segunda ola, parece estar más controlada, con cuatro centros afectados de los 32 que componen la red regional, pero los datos de ayer (cuatro residentes fallecidos) demuestran que el panorama sigue siendo extremadamente delicado. El cierre total de las residencias es sin duda la medida más eficaz para controlar la entrada del virus, pero tiene un costo indudable –en ocasiones devastador– para la salud física y mental de los internos, que se ven aislados y alejados de sus familiares durante semanas. Resulta comprensible, por lo tanto, que las autoridades intenten buscar un camino intermedio que permita abrir las residencias minimizando los riesgos. Hasta que las vacunas lleguen y permitan una mayor tranquilidad, para lograr este difícil equilibrio, además de las medidas sanitarias y los protocolos de seguridad, resulta esencial la realización de cribados periódicos, masivos y frecuentes que permitan atajar la enfermedad en cuanto aparezca.
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