La demagogia y el populismo, que suelen ir de la mano, siempre han sido los grandes enemigos de la democracia. Bien podría decirse que son sus contravalores: unas veces la utilizan para conseguir sus objetivos y otras la desestabilizan desde la falsedad de sus propuestas, simplificando las cuestiones importantes y, lo que quizás sea más grave, enfrentando a los ciudadanos hasta acabar generando odio.
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En la historia hay muchos ejemplos, empezando por Hitler cuyo populismo engendrado desde la mentira y secundado por multitudes llevó a la humanidad al mayor desastre que ha sido la Segunda Guerra Mundial. Aquella demagogia, empezó exaltando las diferencias raciales de los alemanes, evolucionó, pero muy lentamente y cada vez para peor. En los últimos tiempos sus promotores actuales encontraron una gran ayuda en la tecnología.
Lejos de contribuir a consolidar la verdad, que es el principio básico del periodismo, las nuevas tecnologías participan de manera decisiva en la desinformación y contribuyen a generar el apasionamiento irreflexivo que las falsas noticias y argumentos distorsionados proporcionan. Así se explica el fenómeno de una sociedad cada vez más culta y formada, que se presta con mayor facilidad a asumir posiciones extremas y a menudo irracionales.
Lo estamos viviendo estos días en torno al conflicto de Gaza, donde los excesos de Israel en su intento por liquidar a las organizaciones terroristas que le vienen hostilizando de manera permanente, ha provocado una reacción populista internacional que en cuestión de días se ha extendido por las universidades de muchos países, partiendo de razones que necesitarían un análisis en profundidad que deje en claro los orígenes y circunstancias del conflicto.
Es evidente que las tensiones creadas no han contribuido ni a restaurar la paz, algo que requiere otro tipo de aportaciones, ni a extrapolar el enfrentamiento a otros ámbitos, por el contrario están el odio inexplicable pero crónico contra los judíos, un pueblo predestinado a vivir bajo la amenaza y la persecución. Las manifestaciones en contra de lo que está haciendo Israel para vengarse de una agresión y precaverse de otras fruto de la explosión populista de izquierdas, está reactivando el antisemitismo que Hitler protagonizó con seis millones de víctimas sobre sus espaldas.
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Pero el populismo mal llamado progresista no está sólo: evoluciona en paralelo con el de extrema derecha y a veces se encuentran. El antisemitismo propugnado desde el extremismo izquierdista confluye con los principios de retorno al nacismo de los partidos políticos que proliferan en varios países europeos, particularmente Alemania, y propugnan la vuelta atrás. En España seguramente muchos de los que se muestran contra Isarel no recuerdan que eso fue uno de los principios básicos del franquismo: comunismo, judaísmo y masonería.
Los populismos parten del principio de que el mundo es suyo, de que tienen la exclusiva de la razón, no recuerdan que las experiencias de sus predecesores todas llevaron al fracaso, con la pérdidas de libertades para seguir expresando sus protestas y arruinando las economías sin haber conseguido en ningún caso la igualdad que demagógicamente propugnan.
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