Pasó el primer aniversario de la guerra ruso ucraniana con una conmemoración marcada por lo menos deseado: lejos de apuntarse algunos indicios del final, ambos contendientes coincidieron en su predisposición a continuar luchando – es decir, matando – hasta conseguir una victoria, ansiada por ambos, pero en ... la realidad bastante remota. Entre tantas manifestaciones como se escucharon lo mismo en Kiev como en Moscú, la palabra paz brilló por su olvido. Al contrario, ha vuelto a atemorizar la amenaza nuclear en el enfrentamiento de desgaste que ya se extiende a cerca de mil kilómetros de frente.
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Apenas China intentó aprovechar la ocasión para apuntarse el tanto de proponer una negociación, la primera que se ha escuchado hasta ahora, a la que nadie prestó atención. Parece bastante evidente que responde a más a sus intereses económicos como reflejan las contradicciones en que incurre: propugna una tregua mientras vende armas a Rusia y lo anuncian apenas unas horas después votar en contra de una moción de la ONU exigiéndole a Rusia que retire las tropas del territorio de Ucrania.
La OTAN, mientras tanto se mantiene firme en el apoyo a la resistencia ucraniana que le garantiza seguir plantando cara a la agresión decretada desde la ambición territorial del nuevo aspirante a zar Vladimir Putin. Obvio es añadir que lo más preocupante de esta situación son las vidas que se han perdido y las que inevitablemente seguirán cayendo ante la perspectiva de una nueva ofensiva fruto de la entrada en combate de los tanques Leopard recibidos por el Ejército de Ucrania y la reacción especialmente de la aviación rusa para frenarlos.
No es la única guerra que existe, aún no se ha resuelto la de Siria, que lleva once años, ni la del Yemen, que lleva nueve, ni otras menores como la de Sudán del Sur, pero la que se está disputando en el centro de Europa, el mayor exponente de la libertad, la democracia y la prosperidad que proporcionan, rebasa su ámbito regional y sus efectos en los cinco continentes ha adquirido dimensiones universales. La realidad es que la guerra ha puesto al mundo y especialmente a Europa, del revés.
Desde el primer momento se intuyó que podría acabar convirtiéndose en la temida tercera guerra mundial y, aunque por fortuna las armas siguen operando en un territorio reducido, la incidencia en el resto de la humanidad es cada vez más evidente: se frustró el proceso de recuperación de la pandemia recién sufrida, la poco valorada, aunque apreciable estabilidad internacional que parecía haberse logrado y volvió a asumirnos en la pesadilla de una nueva guerra fría.
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Algunas iniciativas como la globalización se frustraron y la economía se transformó en cuestión de semanas en múltiples problemas empezando por el de la energía, crucial para la vida y el desarrollo, y siguiendo por una ruptura de las cadenas de producción, transporte y evolución industrial, además del equilibrio necesario entre la producción y el comercio, lo cual ha llevado a limites inimaginados de la inflación y a la escasez de productos tan básicos como la alimentación o los medicamentos.
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