No he tenido hijos ni quiero escribir nada de carácter personal, pero la actitud inhumana de un partido político ante el drama de centenares de niños abandonados ha vuelto a quitarme el sueño bajo el remordimiento que sufro desde hace unos cincuenta años por un ... comportamiento que me ha dejado marcado para toda la vida. Ocurrió en Perú, en el Callejón de Huaylas donde un terremoto dejó un dramático balances de setenta mil muertos.
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Al final de una jornada de búsqueda e información de imágenes del suceso para TVE, ya con el helicóptero en marcha para llevar las grabaciones a Lima y con el piloto nervioso porque se hacía de noche, en el momento de subir la escalerilla me abordó una mujer india con un bebé en los brazos: «Tenga –me dijo temblando– lléveselo». Al volver la vista vi que me entregaba a una criatura de escasos día, con los ojitos cerrados y aspecto moribundo.
«No puedo, señora, yo viajo a España esta madrugada y no puedo llevarlo. Intente a ver si en el puesto de la Cruz Roja pueden ayudarla», intenté disuadirla. Pero la mujer insistió: «Mire, lleva dos días sin tomar nada, no tengo leche para que mame». Y, ante mi consternación, se abrió el poncho, me mostró los pechos y estiró las mamas para que viesen que estaban exhaustas.
Miré con pavor la cabecita caída del niño y no recuerdo cuantas ideas pasaron por mi mente en aquellos instantes. Si que me sacó del ensimismamiento la voz del piloto gritando había que cerrar las puertas. Insistí ante la mujer que me era imposible y con voz suplicante, que lo comprendiese: no podía hacerme cargo, que no podría pasarlo por la seguridad del aeropuerto, pero ella, mirando al hijo, insistió:
«No se preocupe, cuando desembarque déjelo en el portal de la primera casa que encuentre y llame a aldabonazos a la puerta sin esperar. Los que abran seguro que lo recogerán y no le dejarán morirse. Y a mi, si usted no lo lleva fuera de aquí, donde no tengo gana para darle, se me muere esta noche». Miré de nuevo la carita del niño, sentí que mi corazón palpitaba, en la cabeza se me entremezclaron muchas ideas, cerré los ojos y subí los últimos peldaños.
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Ya desde la ventanilla, vi a la madre apartarse abrazando a la criatura. Ha pasado medio siglo año arriba o abajo, pero aquel recuerdo de cobardía y falta de sensibilidad todavía me provoca ganas de llorar y me quita el sueño. Considerarme culpable de no haber contribuido a salvar a un niño es algo que pesará siempre en mi conciencia. Ignoro si los políticos que estos días se niegan a sacar del desamparo a las decenas de «menas» que pululan en búsqueda de auxilio por nuestras calles les ocurre lo mismo.
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