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Estamos pasando una crisis política explicada seguramente por la mala praxis democrática con que se está procesando el cambio de legislatura y la investidura de un nuevo Gobierno. Bien es verdad que la proliferación de partidos, algunos marcados por la experiencia como incompatibles a la ... hora de entenderse, dificulta la negociación abierta para construir una mayoría parlamentaria. Se ha visto con Núñez Feijóo, líder del partido que ganó las elecciones, que a la hora de establecer una coalición para alcanzar la Presidencia apenas contaba con posibilidades de acuerdo, entre la docena de partidos que integran el arco parlamentario, con VOX, una formación legal, como las demás, pero estigmatizada por sus ideas y planteamientos de derecha extrema y matices fascistizantes.
Obviamente no lo consiguió. Su sucesor en el empeño, Pedro Sánchez, aunque con menos diputados propios, sí tiene por delante un abanico más amplio de partidos para conseguir apoyos, pero entre ellos varios igualmente estigmatizados, unos por sus ambiciones independentistas que chocan con la la idea de unidad nacional, como ERC, Juns, BNG o Bildu, que, además arrastra el recuerdo e incluso aún la adhesión a la criminalidad terrorista ejercida por ETA a lo largo de cuarenta años y el balance de cerca de mil víctimas. Cualquier acercamiento a un partido de esta naturaleza produce rechazo entre los ciudadanos y el recuerdo a menudo de la sed de reparos de los millares de familiares, amigos y compañeros de las personas como asesinó la banda.
Negociar con algunos de estos partidos, como está haciendo el presidente en funciones Pedro Sánchez, es legítimo y hasta necesario, pero en algunos casos se convierte en un ataque a la buena imagen de la democracia. El tráfico de apoyos para sumar los escaños necesarios hasta conseguir la investidura supone, además de integrar ideas contrapuestas y objetivos enfrentados, deja en el ambiente de la calle verdaderas actitudes de repudio. Las cesiones y aceptaciones de los partidos implicados en un mercadeo político en algunos casos nauseabundo, genera rechazo y frustración entre quienes los votaron. Las campañas prelectorales alardean, rechazan y prometen muchas cosas que luego, igual desde el poder como desde la oposición, los elegidos no cumplen.
Y tanto el engaño convertido incluso en intento de cambiar las instituciones públicas del Estado -- y nada digamos ya de la Constitución que nos une a todos -- despierta indignación e incluso un conflicto de elevados niveles jurídicos que los tribunales, el poder más afectado por los intentos de adaptación a las nuevas pretensiones, no pueden resolver y menos impedir. La crisis institucional es preocupante, aunque mirando al exterior tampoco es inédita, lo cual dista de ser motivo de consuelo; si acaso si de reflexión sobre la necesidad de moderar las ambiciones personales: han pasado los tiempos de los líderes indispensables como se creían Franco, Hitler o Stalin. Somos más de 46 millones de españoles y entre todos, a buen seguro hay bastantes más capacitados también para gestionar el poder con el mismo acierto o incluso más que los políticos supremacistas que lo están mercadeando a precio de saldo de ideas.
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