Los dictadores no tienen amigos
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De cómo todos los autoritarismos acaban igual: en el desastre para casi todosJueves | Rusia
Putin acabará perdiendo. No es un vaticinio, es una seguridad. Todos los dictadores acaban cayendo, y su obra arruinada en el basurero de la historia, que es donde le corresponde. Si son listos y no se meten con nadie, algunos, pocos, mueren en la cama. ... Aquí nos cayó uno de esos, vaya mala suerte. Pero si el narcisismo que resulta imprescindible para ser dictador (además de la condición imprescindible de mala gente, claro) les lleva a empezar a devorar vecinos, la historia moderna es inequívoca: más tarde o más temprano caerás, y contigo todo lo que has emprendido o intentado.
El problema es, claro, el daño que causan entre su ascenso y su caída. Un Franco pequeñito y escondido en una esquina de Europa mató en su patio a decenas de miles de personas inocentes. Un Putin con un ejército enorme (aunque ya no sea lo que era) y un montón de armas nucleares puede llevarse por delante el mundo.
¿Qué hacer ante alguien así? Quienes ahora se quejan de la lentitud de la respuesta europea o americana olvidan una cosa: que las democracias siempre son más lentas, por ser lo que son. Un Putin puede levantar el dedo e invadir un país. Una democracia acuerda, sopesa, se alía. Y luego actúa.
Sí, Putin caerá. Eso es lo único que sé, no soy capaz de decir cómo ni cuándo. Lo que sí sé es que este movimiento del sátrapa ruso debería hacer pensar a unos cuantos en qué hacían cuando coqueteaban con el amigo ruso. Lo de algunos de la izquierda despistada que seguían pensando que aquello era la URSS es casi cómico. No, majos, no. Me preocupan un poco más esos que, como Vox, coquetean con alinearse en ese eje autoritario, ultranacionalista, xenófobo y homófobo que amenaza con rodear el mundo. Porque ese eje lleva inevitablemente a todos los Putin de la vida. A nadie le extraña, por ejemplo, que ese cáncer llamado Trump aplauda con las orejas a los rusos. «Deberíamos hacer lo mismo con México».
El muy ridículo expresidente americano no es un gran modelo de conducta, aunque hasta por aquí haya loros que lo crean. Pero para otros muchos conviene recordar lo obvio: los dictadores no tienen amigos. Que se lo digan si quieren a polacos y húngaros, reconvertidos desde hace cuatro días exactos a la fe europeísta.
Y mientras, un rezo por Ucrania. El corazón de la buena gente del mundo es hoy azul y amarillo.
Lunes | Casado
Hubo un momento, entre la tarde del lunes y la del martes, que uno sentía una lástima inmensa por Pablo Casado. Con la presteza que da la costumbre nacional, todo el mundo en el PP corrió a apoyar bravamente al seguro vencedor, mientras a Casado le caía la del pulpo desde todos los lados. Como en el Orient Express, todo el mundo se aprestó a lanzarse sobre el cadáver cuchillo en mano. Unos clavando más hondo, otros dejando apenas un pellizco de monja. Y a mí me daban ganas de decir: dejadle, por favor. Que ya está muerto.
Como las cosas nunca aparecen de repente, me colijo que lo que afloró esta semana en el PP fue un malestar larvado con la dirección de un partido que va dando bandazos. Malestar que ha acabado por decidir al muy gallego Feijoo, otro que, como Rajoy, ha sobrevivido por el procedimiento de ir dejando pasar cadáveres ante su puerta.
Me da que en un par de semanas, con un nuevo líder que aparentará llevarse muy bien con Ayuso (porque son incompatibles y ellos lo saben) el PP subirá en las encuestas. Veremos entonces qué pasa en La Rioja.
Viernes | Adioses
Con los años uno va teniendo que ir diciendo adiós a mucha gente. A todos se los añora, incluso, sorprendentemente, a los que uno no creía ir a echar de menos. Pero sí: al final la geografía de la vida tiene de todo.
Elegir cómo se va uno es imposible, o casi. Pero si pudiera, me gustaría hacerlo cuando me llegue como lo hizo Julián Íñigo, el subdirector de esta casa, la semana pasada: sin un ruido, pero dejando atrás lágrimas en algunos y tristeza en todos.
Para eso, claro, hacen falta muchas virtudes. Me quedo con una, la más difícil en un jefe: la sabiduría de cuidar a tu gente.
Gracias por todo, Julián.
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