«¿Lista para celebrar las fiestas?», me preguntan en un email que me envían unos grandes almacenes. Pues mira, no. De lista, nada. En cualquier caso, tonta y acogotada al ver la que se nos viene encima. Pero, como una es más de la razón ... práctica que de la pura, se rinde ante lo inevitable y entrega las armas, porque sabe que no hay ninguna que pueda defendernos de la Navidad y de los estragos que va a causarnos en el estómago y en el corazón. Por eso, y aunque los villancicos de la megafonía me suenen a las trompetas del Apocalipsis, acabo en el supermercado comprando turrones.

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Un diciembre sin Navidad sería liberador. Un diciembre que podría ser cualquier otro mes, tan anodino y gris como noviembre, tan plano y gélido como enero. Un diciembre sin felicidad impuesta por decreto ley, sin familiares ante los que representar la alegría del reencuentro, sin reuniones metidas con calzador en el calendario, sin regalos que buscar a última hora, sin Leticia Sabater provocándonos angustia de ojos y dolor de oídos, sin wasaps cursis reenviados a la lista de contactos de los quinientos mejores amigos, sin manchas amarillas en los manteles de hilo. Un diciembre sin echar a los nuestros, todavía más, de menos.

Pero un diciembre sin Navidad sería raro. Ya pasamos así dos años sin ella, solos, encerrados. Y, en contra de lo esperado, fue suficiente que no pudiera celebrarla como siempre para echarla de menos como nunca. Visto lo visto, he dejado de soñar con irme a Brunéi, ese país donde están prohibidas las fiestas navideñas y te pueden caer hasta cinco años si te pillan con la zambomba en la mano. Ahora sería capaz hasta de ponerme a cantar 'El Tamborilero' a grito pelao delante del mismísimo sultán.

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