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A punto de cumplirse un mes de la explosión de grisú en la mina de la localidad asturiana de Degaña que mató a cinco trabajadores, ... la celebración este lunes del Día de la Seguridad y Salud Laboral contribuye a situar en primer plano la persistencia de los accidentes en el trabajo. Una realidad que, en el peor de los casos, siega vidas y destroza familias. Y causa también, y de manera cotidiana, lesiones, dolor físico y psicológico, incapacidad y sufrimiento de todo tipo. Cada día mueren en España dos personas en el ejercicio de su actividad profesional. Las víctimas mortales llegaron a 796 en 2024, un 10,4% más que en el ejercicio precedente. Año tras año, expertos y sindicatos llaman la atención sobre los sectores con mayor siniestralidad –construcción, transporte y almacenamiento e industria manufacturera– y las causas más habituales de fallecimiento: de forma destacada, infartos y derrames cerebrales, además de atrapamientos y aplastamientos.
En periodos de incertidumbre económica y preocupación por el futuro colectivo y personal, la conservación del puesto de trabajo se convierte en objetivo primordial. En demasiadas ocasiones, a cambio de precarización, largas jornadas, renuncias de derechos o flexibilización de las obligaciones de formación por parte de empresas y empleados. Pero avanzamos en el siglo XXI y el empleo digno pasa por la calidad que le confieren una retribución justa y la máxima seguridad posible. Exige compromiso empresarial a la hora de invertir en ergonomía, ventilación, revisión de maquinaria o capacitación de los trabajadores, para su actividad y para la autoprotección; y no solo porque todo ello favorece la salud de las plantillas, sino porque da brillo a la reputación de las compañías y a la percepción de sus clientes.
Los responsables políticos e institucionales, por su parte, tienen ante sí la tarea de actualizar una normativa que, en el caso de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, data de 1995. Y que está concebida sobre todo para peligros físicos cuando hay todo un abanico de afecciones psicológicas que dañan, estigmatizan y son difíciles de acreditar como enfermedad profesional. Un campo en el que los afectados no encuentran la asistencia debida en las mutuas. Dolencias que pasan por comunes pero son consecuencia de una actividad mal concebida, o capítulos como el acoso o una desconexión digital no garantizada pueden contribuir a anticiparse al absentismo.
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