La última víctima mortal en un accidente laboral en La Rioja se llamaba Chema Gurrea, tenía 48 años y hasta este lunes disfrutaba de su familia y amigos, del deporte, la naturaleza y la vida. Este martes, para la inmensa mayoría no pasará de ser ... el número 13 en una lista dantesca que, inopinadamente, crece a ritmo de récord sin que nadie, público o privado, parezca sentirse concernido, y mucho menos responsable, de semejante anormalidad. Esta muerte, sin embargo, no puede atribuirse a la mala fortuna. Como, seguramente, la de ninguno de los doce trabajadores y trabajadoras que desde enero han nutrido la fatídica estadística de mortalidad en el trabajo. Por ley, todos los trabajadores tienen derecho a una protección eficaz en el trabajo. Y señala esa ley al empresario como responsable de garantizar ese derecho, obliga a los trabajadores a atender las normas de seguridad y deja en manos de la Administración la labor supervisora y sancionadora. Sin embargo, algo falla cuando los datos de 2023 solo encuentran antecedentes similares en los de hace casi dos décadas. Es evidente que algo no funciona y que es imprescindible un diagnóstico que determine la causa de ese fallo que provoca consecuencias tan dramáticas como la muerte, este lunes, de Chema Gurrea.
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