Van a cumplirse tres años desde la disolución de ETA y ya han transcurrido nueve y medio desde su anuncio de cese definitivo de la violencia. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, asistió ayer a la destrucción simbólica de unas 1.400 armas de todo ... tipo incautadas a la banda terrorista ETA entre 1978 y 2002. Sánchez solo estuvo acompañado por ministros de su partido en una cita ensombrecida por las ausencias. Ninguno de Unidas Podemos asistió a ella. Tampoco sus predecesores en La Moncloa, que contribuyeron decisivamente al final de ETA, ni dirigentes de la oposición –el PP habló de «propaganda»– ni de varias asociaciones de víctimas molestas por el masivo acercamiento de presos de la banda al País Vasco. El terrorismo nunca debió ser un motivo de disputa partidista, salvo con quienes lo ampararon en su día y todavía pretenden legitimarlo después de vencido. Sin embargo, sigue siendo objeto de encarnizada controversia. Las legítimas discrepancias en torno a los inéditos acuerdos entre el Gobierno y EH Bildu o la política penitenciaria no deberían obviar el ineludible respeto a la memoria de las víctimas y la constatación de la derrota de ETA.
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