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Este periódico publicó anteayer una foto que mirábamos con indiferente resignación en la antigua normalidad pero que resulta escandalosa e indignante en la nueva: cientos de jóvenes apiñados un sábado de este mes por la noche en una calle del casco antiguo capitalino, sin mascarilla ... a pesar de la proximidad física, ejerciendo esa actividad eufemísticamente denominada «ocio nocturno» y que básicamente consiste en vagar por bares, pubs y discotecas hasta la salida del sol.
Con diferencias horarias, cómo no, según la taifa autonómica, España es el único país presuntamente civilizado donde se puede practicar libremente el noctambulismo decibélico-alcohólico-lúbrico-alucinógeno hasta las cinco, seis o siete de la madrugada, en locales privados o en la vía pública, y esta anomalía constituye un potente reclamo para el turismo que, aparte de sol y playa, busca eso sobre todo. De ahí que los cierres o restricciones horarias de esta actividad por la pandemia estén ocasionando una fuerte crisis en el sector hostelero del desmadre nocturno, claro, como en el del diurno, en el deportivo, el taurino, el festero, el religioso, el cine, el teatro, los festivales musicales, los medios de transporte, los alojamientos, la restauración, las agencias de viaje, la automoción, el circo o el meretricio.
El sector de las discotecas riojanas considera que lo están «demonizando» y ha denunciado que «no se puede jugar así con la vida de la gente». No sé cuántos promotores del ocio nocturno habrán perdido la vida por las restricciones, pero sí cuántos ciudadanos por el COVID-19, 45.000, cifra que aumentará si no se actúa de nuevo con determinación para atajar la epidemia, y eso incluye suprimir actividades que, sencillamente, son incompatibles con el cumplimiento de las medidas elementales de prevención del contagio. Es lamentable que los ayuntamientos reaccionen más forzados por la emergencia sanitaria que por corregir una lacra social que afecta a la juventud, pero bienvenidas sean las disposiciones que adelanten la hora de cierre de estos establecimientos.
Una medida que los padres hartos de ver salir a sus hijos a las diez de la noche para regresar al alba como zombis apestando a alcohol, tabaco y con varias copas o caladas de peta de más, hubiésemos aplaudido igualmente antes de la epidemia, y que deberá complementarse con la sistemática, contundente y ejemplarizante represión policial de los botellones espontáneos si la educación sanitaria, la autoridad paterna y la responsabilidad individual no son capaces de evitarlos. Cuando luchaba contra la herejía en el sur de Francia, el castellano Domingo de Guzmán sentenció: «Donde no valga la predicación, prevalecerá la estaca». Por desgracia, es lo único que parecemos entender.
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