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No soy optimista sobre la despoblación y el envejecimiento rural. Después de pensarlo mucho, leer bastante y hablar algunos ratos con los que viven allí creo que sencillamente no hay nada que hacer; he acabado dando la razón al viejo proverbio ese que dice que ... un pesimista es en realidad un tipo bien informado.
Al menos los reportajes como el que publicó este periódico hace unos días nos sirven para decirle adiós a un mundo que desaparece, son homenajes estéticos, despedidas hermosísimas a una forma de vivir que hemos idealizado y de la que en realidad huyó todo el mundo en cuanto hicieron una carretera y llegó el autobús de línea. Lo escribió González - Ruano: cuando la tradición está arruinada y dispersa la edificamos sobre los planos de un sueño «más poético que real».
Se buscan soluciones a la despoblación y se espera un día dar con el remedio infalible, pero es una tarea inútil como la del teniente que escribió Dino Buzzati en 'El desierto de los tártaros', aquel oficial encargado de proteger durante décadas una fortaleza perdida a la que nunca amenaza nadie. Así seguimos, encaramados a la muralla más alta del torreón mirando hacia un horizonte silencioso y polvoriento para ver si viene alguien con la fórmula secreta para repoblar los pueblos.
Ha dicho Sergio Andrés Cabello que ahora están en peligro las ciudades medianas, cabeceras de comarca y capitales como la nuestra convertidas de repente en eficientes factorías de las que salen los futuros ciudadanos de Madrid o de Berlín; yo estoy de acuerdo con Sergio porque eso lo he vivido en mi entorno más cercano. La gente se marcha en medio de un invierno demográfico que es el principal reto de la nación, pero esto nadie se atreve a plantearlo con toda su gravedad porque analizar honestamente las consecuencias políticas, culturales o económicas del drama de la natalidad exige un gran sacrificio. Como no hay soluciones sencillas para problemas complejos seguiremos escuchando a los expertos en sus atriles mientras vamos adoptando esa silueta de actores en una escena de John Ford, mirando el paisaje fascinante del desierto desde el porche de una casa cada vez más desolada.
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