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Extravié mis gafas hace dos días. Desde entonces, soy un bolero: perdida, sin rumbo y en el lodo de un mundo desenfocado en el que distingo las monedas por el tamaño. «¿Está bien así, hija?», le pregunto a la panadera al pagar la barra de ... centeno. Sin gafas tengo noventa años y estoy condenada a confiar en la bondad de los extraños, en la honestidad de las dependientas y en la misericordia de los jefes, que le acabo de mandar a mi amo y señor un emoji de una mano haciendo una peineta en lugar de enviarle la de los dedos cruzados. De esta, termino juntando letras en la hoja parroquial.
Para escribir esta columna, que puede que sea la última, he tenido que ponerme mis gafas viejas. No me apaño bien con ellas, son de una graduación más baja y los cristales están rayados. Vencida, me voy a la óptica. Me enseñan las primeras gafas; de pasta, claro, que el gafapastismo es un estado del alma en unión mística con Tarkovski y a mí se me ve el plumero. Después, el despliegue: de carey, metálicas, con montura al aire, de azafata del 'Un, dos tres', de crítica musical y de señora de Barcelona que trabaja en la Generalitat por las mañanas y lleva un club de lectura por las tardes. Ninguna me convence. Pregunto por las gafas de Fran Lebowitz, unas gafas para disparar y acertar. No las tiene. Tampoco las de Josep Pla, ideales para describir los colores del paisaje y la naturaleza del ánimo. «Ha hecho un día triste –un día peligroso y ofensivo, que puede justificar cualquier tontería juvenil». Al final, he acabado llevándome las de Carlos Fuentes, el franciscano que salía en Tele 5. No favorecen mucho, pero qué mejor que las gafas de un cura para escribir en el boletín de la parroquia. Práctica que es una.
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