Descarrilados en el año europeo del ferrocarril
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Los riojanos pueden sacar sus propias conclusiones sobre la diferencia entre ser ambiciosos o conformistas, aprovechar las oportunidades o dejarlas pasarQue la Unión Europea haya declarado 2021 como el año del ferrocarril es toda una manifestación de intenciones. Más que un aviso, una llamada de atención. El tren, subrayan las autoridades comunitarias, es el segundo medio más seguro (sólo por detrás del avión) y ... el más sostenible para el movimiento de personas y mercancías. Sólo el 0,5% de las emisiones de gases de efecto invernadero procedentes del transporte son generadas por el ferrocarril. Lo que toca, añaden desde Bruselas, es hacerlo «más atractivo». Darle, en definitiva, un impulso acorde con su importancia decisiva para el desarrollo de la movilidad continental. Hablamos de progreso, que es el caldo de cultivo en el que crece la prosperidad.
En esas hemos sabido que La Rioja, para paliar el grave déficit de infraestructuras ferroviarias que padece, ha decidido subirse al tren del siglo XX... cuando el XXI ya escala su tercera década. Otro testimonio indiscutible de la docilidad pastueña con la que tantas veces nuestros sumisos representantes públicos aceptan comulgar con ruedas de molino.
Al igual que, en su día, los que habían sido implacables defensores de la cota cero para todo el recorrido de la línea ferroviaria que discurre por la trama urbana de Logroño descubrieron, como por ensalmo nada más instalarse en el gobierno municipal, las ventajas de un soterramiento a cielo abierto, ahora el Ejecutivo de Concha Andreu acaba de inventar la alta velocidad... por línea de ancho ibérico. Parecería broma si no fuera porque el contorsionismo semántico siempre suele esconder intenciones nada inocentes. En los tiempos que corren, la política ha impuesto, con la aceptación indolente de los gobernados, que importa menos la realidad de las cosas que la forma en que se denominan.
Alta velocidad, dicen. Sí, claro, algo obvio si se compara con la que en este momento pueden alcanzar los trenes que circulan por una infraestructura construida de acuerdo con los estándares de mediados del siglo XIX. Faltaría más. El nuevo mensaje pasa por subrayar que lo importante de verdad es que los riojanos tardarán menos en llegar a Madrid. ¿Con un solo servicio al día? Incluso así no estaría nada mal. Ya iba siendo hora. Y hasta podríamos darnos con un canto en los dientes si, de paso, Renfe se aviniera a mejorar el material rodante en el que obliga a desplazarse a sus clientes con origen o destino en esta tierra. Sin embargo, desbrozada del follaje propagandístico en el que se envuelve la propuesta vendida a bombo y platillo a finales del año pasado, el resultado es que volvemos a aceptar como destino la casilla de salida en la que nos encontramos, que no es otra que la de la marginalidad, por más que quieran pintarla de color de rosa.
Cuando las autoridades locales, regionales y nacionales se sientan a hablar sobre el ferrocarril siempre queda la sensación de asistir a una partida en la que las cartas están repartidas y marcadas. Unas veces es por el descaro con el que se niega el pan y la sal a los adversarios políticos; otras, por la determinación con la que los correligionarios tienden a taparse las vergüenzas; la mayoría, por la resignación con la que se amilanan quienes establecen como prioridad el deseo de no incomodar a sus jefes.
La experiencia ha venido a demostrar que, en los supuestos en que los gobernantes de aquí y de allá militan en opciones políticas distintas, Madrid nunca puede evitar el irrefrenable impulso de hacer oídos sordos. No les preocupa demasiado. Somos pocos, elegimos solo a cuatro diputados que, para mayor escarnio, acuden al Congreso felizmente dispuestos a dar apoyo a lo que les manden, aunque sea a costa de desatender las aspiraciones de los ciudadanos que les entregaron el acta. Porque tal y como se elaboran las candidaturas, lo importante es contar con el favor del partido, que es el que da o quita la posibilidad de seguir pisando alfombra y hundiendo las posaderas en un escaño mullido y cálido.
Para mayor desesperación, nada suele mejorar cuando los gobernantes de España y de La Rioja pertenecen a la misma familia política. No importa cuál sea el signo ideológico. Seguimos siendo pocos. Las inversiones en infraestructuras son caras y los recursos, limitados. Incluso los ateos se aplican en esta coyuntura la advertencia evangélica de que son muchos los llamados y pocos los elegidos. Toca, por tanto, hacer sacrificios. Eso sí, siempre a los mismos. Con la diferencia de que, llegados a este punto, no queda más remedio que hacer ver a los incautos que las migajas con que se les va a alimentar son el mejor banquete que cualquier humano, por exigente que fuere, podría encontrar en su mesa.
Convendría pedir, con respeto pero con determinación, que a la hora de negociar las inversiones de la Administración del Estado en nuestra comunidad quienes nos gobiernan actuaran con la misma exigencia que exhibirían si su interlocutor al otro lado de la mesa no fuera un conmilitón, un colega, un querido compañero de partido. Que mantengan el tono reivindicativo con el que se dirigirían a un adversario político. Que no sucumban a la tentación del conformismo. Menos aún a la de la sumisión. Que piensen a lo grande y sean ambiciosos. Y que no minusvaloren a sus gobernados. Aunque sólo sea para que a los ciudadanos no les quede la sensación de ser tratados como tontos cuando se les vende que una solución para el tramo Logroño-Castejón calcada de la que en su día se descalificó porque venía de la mano del ministro Íñigo de la Serna (PP), con sus traviesas polivalentes y su canesú, es la que ahora nos va a poner en el mapa de la alta velocidad sólo porque será posible atribuirla a otro ministro, en este caso el socialista José Luis Ábalos.
«La alta velocidad llega a La Rioja». Sí, aunque pareciera inalcanzable hasta ayer mismo. ¡Y lo hará por ancho ibérico! ¿Un prodigio? ¿Una aporía? De la conexión entre Logroño y Miranda no toca hablar. Enlazar por Pancorbo apunta como solución salomónica para buscar el punto de encuentro entre el interés general y el particular de quienes defienden, con todo su derecho y con una pasión encomiable, la tesis que se sustancia en una sentencia inapelable: «Alta velocidad, sí, pero no por mi viña». Como ejercicio mental, resulta inquietante imaginar cuántas bodegas existirían en el barrio de La Estación de Haro y cuál habría sido el ritmo de desarrollo del sector en ese lugar si hace 158 años se hubiera descartado que el tren pasara por allí porque era perjudicial para los intereses de algunos viticultores.
De no cambiar las cosas, la «alta velocidad» de los ferrocarriles del futuro que se anuncia para los riojanos será más alta que ahora, pero nunca tanto como la que tendrán a su disposición los vecinos navarros, burgaleses, aragoneses o vascos. Bien es verdad que ellos tienen voces más potentes para hacerse oír. También cuentan con el favor de una planificación que beneficia a sus intereses y que lo hará, sobre todo, a largo plazo. Porque las infraestructuras ferroviarias sólo pueden ser concebidas desde la perspectiva de su muy larga durabilidad. Basta advertir que, con sus lógicas pero pequeñas adaptaciones, la que actualmente discurre entre Miranda y Castejón entró en servicio en el año 1863.
En esta materia, como en otras muchas, los riojanos pueden sacar sus propias conclusiones sobre la diferencia entre ser ambiciosos o conformistas, entre aprovechar las oportunidades o dejarlas pasar. Basta con que hagan memoria y una reflexión desapasionada sobre cuál sería el grado de desarrollo del entorno en el que se desenvuelven sus vidas si en los albores de la democracia hubiera prevalecido la aceptación de ser una provincia residual en el marco de una comunidad autónoma mayor, en lugar de reclamar, y ganar, el derecho a construir un destino propio como región. Jugar a lo grande no significa, desde luego, perder el sentido de la realidad. La humildad es la virtud que invita a mantener los pies bien pegados a la tierra, pero no debería ser nunca una justificación para aceptar de manera acrítica ciertas renuncias, por más que vengan envueltas en ese tipo de complacencias triunfalistas que tan a menudo sirven como señuelo para conducir a los pueblos, de victoria en victoria, hacia la derrota final.
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