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La derechita cobarde y el aborto
CRÓNICAS VENENOSAS ·
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CRÓNICAS VENENOSAS ·
«El diplomático es una persona que primero piensa dos veces y finalmente no dice nada», atribuida a Winston ChurchillHabrá que reconocer que, al menos en este caso, tiene algo de razón Santi Abascal, ese hombre que parece ir disfrazado de visir omeya y de soldado de los tercios de Flandes a la vez. Para el Partido Popular, el aborto es una piedra incandescente ... que no sabe cómo sujetar. Sus dirigentes se la van pasando de mano en mano, la acarician levemente, la sueltan, la dejan caer, la recogen otra vez, se hacen un lío. Esta semana se ha conocido que el Tribunal Constitucional va a fallar a favor de la ley de plazos que promulgó Zapatero. Doce años después; el ritmo de trabajo de esa gente es frenético. No me extraña que haya tanto catedrático y tanto ministro que suspire por ocupar una plaza en el Constitucional. Aquello es lo más parecido a pasarse los días tumbado en una playa del Caribe con el daikiri en una mano y un librito de sudokus en la otra. Tal vez a los comentaristas políticos, obsesionados con las etiquetas ideológicas, se nos esté escapando la mayor diferencia entre unos y otros: los conservadores beben sanfranciscos y los progresistas, margaritas.
Fue sonoro, en cualquier caso, el suspiro de Feijóo en cuanto supo que el Constitucional iba a avalar la ley de plazos del aborto. Dijo que muy bien, y a otra cosa. Habrá que recordar, sin embargo, que fue el PP quien interpuso ese recurso, con gran escandalera y sonora trompetería, aunque luego Rajoy no movió un dedo para cambiar la norma. Gallardón, entonces ministro de Justicia, se empecinó en derogarla y Rajoy le premió quitándole la cartera y condenándolo al ostracismo. Con respecto al aborto, el PP ha estado diez años instalado en el No sabe/No contesta, que es una categoría estadística muy útil para no meterse en charcos, pero bastante cobardica e impropia de un partido con ínfulas de gobierno. Ese recurso sempiterno en el Constitucional les ha venido muy bien para escurrir el bulto y no mojarse, aun cuando su actitud revelara tácitamente lo que no querían reconocer en público: que la ley de plazos de Zapatero fue un acierto y que volver a la legislación anterior suponía regresar a una época confusa y farragosa de expedientes, trámites, casos particulares y mentiras forzadas.
El debate sobre el aborto es un debate triste y feroz porque hay implicados valores éticos, convicciones religiosas y teorías biológicas, pero también, en muchos casos, sórdidas circunstancias, pobreza ambiental, enfermedades pavorosas, mala información y locuras transitorias. Truncar una vida que surge, aunque sea en sus estadios iniciales, no debe de ser una decisión fácil sino angustiosa, de una gravedad abrumadora. Pero el problema no reside en cómo usted ve el aborto o en cómo lo veo yo, sino en cómo debe considerarlo el Estado.
Una de las mejores salidas para este laberinto la encontró hace más de cuarenta años Simone Veil, ministra de Sanidad en Francia y diputada conservadora. Veil, judía superviviente del Holocausto, supo despegarse de sus convicciones morales y religiosas para abordar el espinoso asunto del aborto como un urgente problema de salud pública. No se necesita mucha memoria para recordar cómo sucedían antes estas cosas. En la España franquista, había abortos pero con una grave distorsión social: las chicas pudientes hacían un discreto viajecito a Londres y las mujeres humildes se sometían a sanguinolentas y atroces intervenciones sin las mínimas condiciones higiénicas. Otras, en cambio, tenían a sus hijos y los abandonaban en los portales de los conventos o de las inclusas. ¿A esa España lúgubre quieren ustedes regresar, señores de Vox?
La despenalización del aborto, con la introducción en 1985 de los tres supuestos, supuso un indudable avance, aunque en última instancia condenaba a la mujer a una turbadora burocracia que solo servía para obsequiarles con un vía crucis adicional. La ley de plazos de Zapatero del año 2010 vino a despejar el camino de toda esa maleza y a garantizar una correcta atención sanitaria universal, que debe ser la primera misión del Estado. A partir de ahí, allá cada cual con su conciencia. Ni el número de abortos ha aumentado exponencialmente ni la sociedad ha recibido el cambio normativo con angustia. Hasta el PP lo sabe, aunque haya preferido pasarse doce años confortablemente escondido tras las faldas de los magistrados.
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