Las perturbadoras imágenes de la muchedumbre 'trumpista' asaltando el Capitolio se han propagado, por su naturaleza de acontecimiento sin precedentes y la dimensión de la primera potencia del mundo, con un impacto global benéfico para la salvaguarda de la democracia, pero con aristas contraproducentes. Benéfico, porque la vulneración de las instituciones y del Estado de Derecho ha resultado tan grave, flagrante y simbólica que lo ocurrido en el corazón del parlamentarismo estadounidense se ha convertido en un poderoso antídoto contra las tentaciones de emular extremismos de cualquier signo. Pero, en paralelo, el poder de esas mismas imágenes actúa como un imán que atemoriza y también fascina, alentando en esos mismos extremismos la ensoñación de que todo es posible; de que una turba es capaz de sembrar el caos en una de las democracias más antiguas y arraigadas del planeta, a nada que los instintos más primarios y la concepción más burda de la política mariden con el liderazgo de alguien como Donald Trump. La desfachatez con la que el instigador de la venenosa tesis del fraude electoral se ha descabalgado de su creación ideológica y los escollos –comprensibles– con que se topa el propio sistema para fiscalizar y, en su caso, castigar sus llamaradas golpistas reflejan la envergadura de los riesgos que siguen acechando a las democracias, por asentadas que estén y se sientan. Ningún contexto, ninguna circunstancia, exonera la responsabilidad política de Trump –a la espera de otras eventuales consecuencias– en el sobrecogedor desenlace de sus bravuconadas. Pero que alguien como él, temible ya hace cuatro años, llegara a la Casa Blanca interpela a todos los estadounidenses –demócratas y, sobre todo, republicanos– que banalizaron, trivializaron o minusvaloraron lo que podía suponer su ascenso al poder contra la democracia entendida como tolerancia, pluralismo y respeto a la ley.
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El allanamiento del Capitolio ha sido utilizado por la política española para subrayar la polarización partidaria, lo que hace que semejante ataque al Estado de Derecho se transforme en paradójico instrumento para recaer en la polarización y el frentismo. Lo ocurrido en Washington es, ante todo, otro inquietante recordatorio histórico de que la democracia no se garantiza por sí misma; que requiere de la determinación política y cívica de creer en ella, defenderla y perfeccionarla. Algo a lo que no está contribuyendo la depauperación del debate partidario entre nosotros.
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