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El yayo Tasio camina distraidamente por la calle con su mascarilla puesta hasta que, de pronto, se topa con un dato. O eso parece. Da una vuelta alrededor, lo mira más detenidamente, escruta cada detalle de su figura y llega a la misma conclusión: es ... un dato. Y muy hermoso. Al observarlo le recorre una cálida sensación de confianza. Y no porque sea grande ni pequeño, revelador o intranscendente, sino por su propia naturaleza. Es un regusto que no le transmiten ni las opiniones ni las declaraciones sin preguntas. Las palabras pueden estar contaminadas, pero un dato como éste, que tiene forma de número y lleva adjunto un porcentaje, rezuma verdad. El abuelo lo recoge del suelo como si se tratara de un gatito huérfano. Antes de regresar a casa se cruza con uno de los contados vecinos con los que se habla y vive dos portales más allá. Intercambian dos vaguedades sobre cómo está cambiando el astro, la puñeta de esta pandemia que no acaba de remitir. Y le muestra orgulloso el dato que ha envuelto delicadamente en un pañuelo. Su compañero tuerce el morro, le echa un ojo con escepticismo. Recomienda al yayo que no se fíe, porque un dato está en relación a otros datos y su interior contiene una combinación de datos heterogéneos. Un dato no es un dato hasta que pasa el tiempo y se consolida, le informa, y existen tantos datos que lo importante no es la cantidad, sino saber interpretarlos. Al despedirse, a Tasio le invade la frustración. Saca el dato del bolsillo, lo acaricia por última vez y lo vuelve a depositar en la acera seguro de que ya nada es seguro.
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