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Vaya por delante que uno ha sido muy de sanmateo. Quizás porque le costó mucho tirarse a esta piscina, luego se lo tomó con un interés muy interesado. Mucho, en la frase anterior, quiere decir que aguantó hasta los ¿17? (hoy sería una barbaridad) ... para cruzar el umbral seductor de las 12 o su sinónimo, después-de-los-fuegos, la natural frontera que marcaba los tempos y discriminaba a infantes y preadolescentes por un lado, y a pubescentes y jovenzanos por otro. Aquéllos, a casa. Estos, al chamizo, a la verbena o dar-una-vuelta-por-ahí, tres escenarios comunes a cualquier narrativa de alguien que sume medio siglo de experiencia en el dni. El chamizo era el altar del rito iniciático. El de la peña la Estrella. O el de la Simpatía. Y el porrón de zurracapote, el santo grial. En horario infantil, justo después de los toros, se jugaba a vida o muerte ver quién era capaz de ligarse uno, un porrón, del mostrador vigilado por agentes del KGB. El trago clandestino compensaba el riesgo. Luego fue la verbena, en el Espolón. Verbena de verdad, de pueblo, de las de mirar. Verbena con músicos de chaquetas imposibles. Bailar, no se bailaba. A lo más, los viejos, que entonces tenían la edad que uno tiene ahora. Y por fin, llegados al último escenario, al dar-una-vuelta-por-ahí, ese lugar ignoto que tanto gustaba a mi madre, a todas las madres, cuando se convertía en la respuesta comodín que uno acertaba a hilvanar llegando a casa a la amanecida. «-¡De dónde vienes a estas horas? - «De dar una vuelta por ahí». Pero ésto ya es del segundo capítulo.
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