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Una siempre ha tenido fe en los sábados por la noche. Tanta que, aunque estuviera cansada, y harta, y con los pies martirizados por los tacones, ha aguantado horas apoyada en la barra de una discoteca, confiando en que la noche cumpliera con lo prometido. ... Resistía mezclando el aburrimiento con el vodka, esperando que, al menos (qué menos, por lo menos), sonara un temazo para poder desmelenarme en la pista y sentirme la reina del baile durante un rato. Después, vuelta a la barra a seguir jugando la prórroga, hasta que se encendían las luces y me iba a mi casa sin nada que pudiera justificar el triste estado de demolición del día siguiente.
Ahora, a mi edad provecta, ya soy reina emérita: me han destronado el reguetón, los años y mi hijo, que me mira avergonzado cada vez que me meneo la cadera. Por eso, que vuelvan a abrir las discotecas me deja tan fría como que vuelvan los toros. Sobre todo porque entre las mascarillas, las mesas separadas y la prohibición de bailar, se nos van a quedar unas discotecas de la era soviética. El futuro era esto: lugares para bailar donde la gente va a no bailar, o Luis Cobos in da house pinchando 'La rosa del azafrán', que cualquier cosa es posible en esta nueva normalidad que se cruza con la vieja a dentelladas. Tan posible como que el personal puede manifestarse pasándose la distancia social por la pancarta, pero los críos sigan sin poder jugar en el parque o sin ir al colegio: tienen más fácil dar clase en una discoteca de la ruta de bakalao que volver a la escuela. Oye, pues mira. Che idea! Ma quale idea? Uy, ha sido escribirlo y entrarme ganas de bailar por Pino D'Angiò. Emérita, pero no muerta. Y, el heredero, que no mire si no quiere.
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