La cumbre entre Biden y Putin, más breve y menos tensa que lo que se temía, colma la principal aspiración del presidente de EE UU, para quien su antagonista mundial ya no es Rusia, sino China, la potencia capaz de disputar a Washington la hegemonía. Biden lo sabe y por ello necesita reunir a la comunidad occidental en las clásicas alianzas –la OTAN– al mismo tiempo que establece con Rusia una relación «previsible y estable» desprovista de la agresividad y de la provocación que Moscú ha utilizado para mantener la apariencia de rival de Occidente. Era evidente que entre estos viejos conocidos una reunión de alto nivel no ha podido obrar milagros, pero sí es probable que haya servido para reducir el tono de la confrontación. De momento, Putin ha calificado la cumbre de «muy constructiva» y ha anunciado que regresarán a sus puestos los respectivos embajadores, mientras se debatirán los contenciosos pendientes, ciberataques incluidos. Uno de los temas discutidos ha sido la estabilidad estratégica y ambos han acordado iniciar un diálogo integrado bilateral para crear un fundamento para el futuro control de armamentos y medidas para rebajar riesgos. Todo esto, en un clima relajado, abierto y constructivo, que es mucho más que lo cabía esperar.
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