La ciudad de Sharm el Seik en el mar Rojo ha acogido durante dos semanas la cumbre anual del clima. Hace siete años en París se dio un gran paso adelante al acordar el objetivo de limitar el aumento de la temperatura del planeta a ... 1,5 grados durante el siglo XXI. Ahora la previsión optimista es que se llegará en veinte años a 2,4 grados, con consecuencias nefastas para la habitabilidad de muchas zonas del mundo. Estamos en una «autopista al infierno», en palabras de Antonio Guterres. Hay dos explicaciones de por qué la cumbre en Egipto concluye con resultados decepcionantes: el método elegido para negociar y el empeño en enfrentar países desarrollados y en vías de desarrollo.

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Los mejores especialistas en negociaciones internacionales advierten desde hace tiempo que no se puede gestionar un problema tan mayúsculo como la emergencia climática sin instituciones globales fuertes, como se hace por ejemplo en el ámbito del comercio o de las finanzas. En estos casos de éxito, el papel de los expertos independientes es muy relevante a la hora de conformar las decisiones y vigilar su ejecución, y no solo de poner los datos encima de la mesa. Pero estas ideas se desoyen y se mantiene para el clima un modelo horizontal ineficiente, en el que alrededor de 200 países muy diferentes entre sí deben alcanzar consensos. La capacidad de exigir el cumplimiento de los acuerdos también es limitada.

El otro asunto que no ha salido bien en Sharm el Sheik es la gestión de la dialéctica entre países desarrollados y en vías de desarrollo. Los primeros son los mayores responsables del calentamiento global y los segundos, con razón, reclaman no tener que pagar por sus errores. Sin embargo, la manera de ayudar a medio mundo a luchar contra las causas del cambio climático (inundaciones, sequías, etcétera) y a salir de la pobreza energética no es creando un «fondo de daños y pérdidas». Mucho más acertada es la iniciativa de varios países del G-20 a favor de financiar la transición verde con proyectos concretos y viables que aceleren el empleo de energías limpias en lugares como Sudáfrica o Indonesia.

Asimismo, se desatiende la gran cuestión de cómo hacer que Estados Unidos y China, los dos países más contaminantes del mundo, se comprometan a fondo en la lucha contra la emergencia climática. A pesar de la competencia por la hegemonía global que los separa, estos dos gigantes han retomado sus conversaciones al respecto. Pero lo han hecho en la reunión del G-20 en Bali y no en la caótica negociación de Sharm el Sheik.

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