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40 días y 40 noches llovió y, cuando por fin Noé pudo pisar la tierra legamosa, no dudó en sembrarla y cuidarla. Y con la uva ya vendimiada, protagonizó la primera borrachera bíblica de la historia. No le faltaban razones al bueno de Noé para ... darse a la bebida.
Ganas dan, en el primer día de retorno a las huertas, de desistir y echarse en brazos del vino. Casi todo lo que estaba en marcha o ya languidecía, como berzas, cardos, alcachofas... se ha rendido al tiempo. Los guisantes aún pelean con la hierba que les ha comido los pies; ajos y cebollas, siempre duros, aguantan; mientras las lechugas levantan el cogollo sorprendidas del verdor irlandés que ha tomado la huerta. El orden que siempre dibujan los agricultores en sus terrenos, esos trazos rectos y firmes de dominación, ahora es un caos salvaje del que caracoles y limacos han sabido alimentarse para multiplicarse.
40 días y ya nada está como se preveía. Pero no es tiempo aún de emborracharse, sino de sudar, guiar a la naturaleza y animarla para que los frutos reaparezcan. Primero, desbrozar; después, arar; y, por último, sembrar, mimar y esperar. Los agricultores saben más que nadie de paciencia y cuidado. Por eso no entendían la arbitraria decisión de abandonar la única forma de vida que entienden, pegados al termón y al estiércol, a los plantones y semillas. No se trata de volver a un pasatiempo, sino de reivindicar (y algunos entender) nuestra cultura, nuestra forma de ser y el respeto a los ancestros, tutores de nuestro crecimiento. Aún es tiempo. No ha llegado San Isidro y toca empezar casi de cero. Pero empezar. Eso es lo importante.
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