En 1912 Thomas Mann visita, acompañando a su mujer, un sanatorio en la ciudad suiza de Davos. Ese recinto le inspira y se convierte así en el escenario ficticio de 'La montaña mágica', novela que describe las relaciones de los internos en un hospital para ... tratar la tuberculosis. El protagonista, Hans Castorp, narra sus amoríos y amistades durante siete años hasta la irrupción de la Gran Guerra. En la parte central del relato se describen unos apasionados diálogos entre Naphta y Settembrini, los accidentales mentores de la educación sociopolítica de Castorp. Resulta harto significativo reparar en las coincidencias que los argumentos esgrimidos por esos personajes literarios guardan con el duelo filosófico que mantienen Ernst Cassirer y Martin Heidegger en 1929, cinco años después de publicarse la novela. Este diálogo legendario es conocido como el coloquio de Davos. Estos dos egregios pensadores encarnan dos maneras antagónicas de afrontar el nazismo. Cassirer proviene de una familia judía y acaba por defender al chivo expiatorio por la propaganda nazi, como testimonia significativamente su conferencia titulada 'Judaísmo y los mitos políticos modernos'. Por el contrario, Heidegger nunca oculta su simpatía por el régimen de Hitler, según muestra su discurso al tomar posesión del cargo de rector en Friburgo, justo cuando Cassirer tiene que abandonar el rectorado de Hamburgo para partir a un exilio forzoso en 1933.
Cassirer opta por combatir la ideología nazi desde la historia de las ideas recurriendo a Rousseau, Kant y Goethe, al entender que la Ilustración es el antídoto más eficaz contra el veneno del fanatismo propio de los totalitarismos. Ambos han pasado por Marburgo y son acreditados intérpretes de Kant. El debate filosófico de Davos gira en torno a sus divergentes interpretaciones del kantismo y por tanto a dos cosmovisiones filosóficas con acentos muy diferentes, que llevan asociados compromisos políticos diametralmente opuestos. A Heidegger le preocupan las cuestiones ontológicas y destaca la finitud humana. Subraya el hecho de que nos vemos arrojados al mundo y, al estar inexorablemente sumidos en la corriente del tiempo, sólo nos cabe aceptar nuestro fatídico destino. En cambio, Cassirer rescata el concepto kantiano de libertad para ensanchar nuestra esfera de acción al poner el acento en la importancia del simbolismo como algo que nos hace propiamente humanos y nos permite acceder a una infinitud inmanente.
Un cronista del encuentro evoca una consideración que integra en ese momento el imaginario colectivo de los asistentes: los ya mencionados diálogos que intercambian Naphta y Settembrini en 'La montaña mágica'. De algún modo, esta novela viene a ser el contrapunto sombrío de la nostálgica biografía generacional que nos brinda Stefan Zweig en 'El mundo de ayer'. El paralelismo que se puede trazar entre la ficción literaria y los argumentos del debate filosófico resulta sumamente sugestivo. Por supuesto, no cabe identificar por completo a los dos filósofos germanos con sus presuntos correlatos literarios. Primero, porque no hay estrictamente actas de un coloquio que sólo se conoce gracias a las notas tomadas por algún asistente y los testimonios orales del mismo. Por lo demás, los matices del diálogo literario y del debate filosófico son demasiado complejos como para simplificarlos en aras de subrayar esa comparación.
Los factores culturales influyen sobre nuestro ambiente y con ello se cincela nuestra forma de ser y actuar
Pero, en cualquier caso, resulta inevitable acordarse de Martin Heidegger cuando leemos las tesis expuestas por Naphta, en tanto que los razonamientos de Settembrini nos parecen absolutamente idóneos para endosárselos a Ernst Cassirer. El primero defiende la disolución del individuo en el grupo social, apostando por un fuerte liderazgo comunitario cuyas directrices no cabe discutir y son ley. Por el contrario, su interlocutor defiende los valores de la Ilustración y aboga por la responsabilidad individual. Rüdiger Safranski lo sugiere así en su biografía sobre Heidegger:
«En un lado estaba Settembrini, hijo impenitente de la Ilustración, un liberal y anticlerical, un humanista de enorme elocuencia. Y en el ala opuesta se hallaba Naphta, el apóstol del irracionalismo y la inquisición, enamorado del eros de la muerte y de la fuerza. A muchos participantes de la semana universitaria de Davos les vino a la memoria ese suceso imaginario. ¿Acaso estaba detrás de Cassirer el fantasma de Settembrini y detrás de Heidegger el de Naphta?».
Esta simbiosis entre literatura y filosofía no deja de ser una constante histórica. Después de todo, las creaciones literarias y los discursos filosóficos interactúan y se nutren mutuamente. Ambos reflejan y condicionan un determinado clima político-social. Los factores culturales influyen decisivamente sobre nuestro ambiente tanto como la economía modula el acceso al universo cultural, y con ello se cincela nuestra forma de ser y actuar. Para Cassirer, el ser humano es un animal simbólico que se configura dentro del universo cultural creado por él mismo. Su identidad resulta incomprensible sin atenerse a las manifestaciones míticas, religiosas, artísticas, filosóficas y lingüísticas que constituyen su entorno.
Obviamente, habría que añadir el papel jugado por los avances tecnológicos y las circunstancias económicas. Pero el rico bagaje de nuestros imaginarios colectivos, moldeados por la literatura, el cine o los argumentos filosóficos, continúa siendo fundamental y deberíamos preservarlo como se merece. El fin de la cultura, como subraya Cassirer en su 'Filosofía de las formas simbólicas', es lograr nuestra cabal autonomía, lo que no representa en modo alguno el dominio técnico sobre la naturaleza, sino el dominio moral del ser humano sobre sí mismo, que puede así reinventarse a sí mismo continuamente y modificar sus costumbres intentado sobreponerse a cualesquiera determinaciones. En este sentido, al final de su 'Antropología filosófica' escribe Cassirer:
«La cultura humana tomada en su conjunto puede ser descrita como el proceso de la progresiva emancipación del ser humano. El lenguaje, el arte, la religión o la ciencia constituyen distintas fases de ese proceso. En todas ellas el ser humano descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo propiamente suyo. La filosofía no puede renunciar a la búsqueda de una unidad fundamental en este mundo ideal».
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