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Escribía el poeta Ángel González que a su madre «la asustaban los truenos, y las guerras siempre estaba temiéndolas de lejos». Por eso, cuando la guerra comenzaba lejos y se iban «cubriendo de cadáveres mínimos distantes territorios, de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños...», siempre la ... recordaba. Evoqué estos versos mientras evitaba el barullo de las noticias que llaman importantes. En un artículo de Jacobo García descubrí a una mujer que en medio de la guerra cultiva rosas en los jardines públicos de Kramatorsk. Se llama Natalia, no ha querido irse y al preguntarle si tiene miedo responde: «Solo los locos no tienen miedo», y sonríe al mirar sus flores con cuyo cultivo trata de aliviar el dolor propio y ajeno. En esa ciudad de Ucrania, en la zona del Donetsk, el 8 de abril, dos misiles arrasaron la estación en la que miles de personas esperaban un tren para huir de los rusos. En el suelo quedaron 60 cadáveres, 100 heridos y miles de personas en estado de shock. Una ciudad entera cubierta de un dolor que la desgarra y que recordarán siempre las generaciones venideras. Natalia es jardinera y está convencida de que si cada uno sigue haciendo su trabajo llegará la victoria, llegará la paz, cree que «estas flores son esperanza y ahora más que nunca hay que cultivarla».
Ya se me alcanza que para algunos, estas cosas son minucias sensibleras. Imagino a Putin y a otros soñando con los laureles de César pero no con las rosas de Natalia. Me pregunto qué sería del ser humano sin estas pequeñas cosas, sin estos gestos de resistencia que ayudan a sobreponerse a las infinitas desdichas que crecen en el inmoral jardín en el que vivimos.
A los ucranios todavía los recordamos porque la terrible guerra tiene efectos secundarios en nuestras economías, pero tiempo al tiempo. No hace ni un año que EEUU y sus aliados abandonaron Afganistán dejando el país en manos de los talibanes y su teocracia, que lo arregla todo suprimiendo derechos humanos. En nuestro olvido ignoramos que allí solo crecen el hambre y la desnutrición de más de un millón de niños. Como las mafias y la falta de escrúpulos llegan a todas partes, los padres de Khalid han tenido que vender un riñón de su hijo por 3.500 dólares. Mi padre, que tiene recuerdos de otros tiempos, se emocionó al escuchar la noticia: «Me voy a morir sin entender este mundo».
Quienes han vivido una guerra o sus consecuencias, como en España, pueden decir en primera persona, como Ángel González, que aquello a lo que más temen proviene de la memoria. «Si me asusta la muerte no es porque la presienta, es porque la recuerdo». Así ocurrirá en Afganistán, en Ucrania, en Siria y en otros muchos lugares. Varias generaciones y millones de madres no solo temerán las guerras, sino que no podrán superar su horror ni el dolor del recuerdo.
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