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El mantra de que al final de la pandemia todos saldremos siendo mejores va siendo proporcional al señalamiento público de quiénes son los peores. Una especie de juicio sumarísimo sin abogado defensor azotado por una mezcla de inseguridad colectiva y la incertidumbre que generan tantos ... bandazos en los criterios de la administración. El sentimiento primario de solidaridad ha encumbrado héroes a la misma velocidad que ha rastreado culpables. Por el banquillo de los acusados han ido pasando una retahíla de reos. Las mascotas y sus dueños fueron los primeros en situarse en la diana cuando el confinamiento estricto más apretaba las ganas de respirar. ¿Por qué ellos y no yo? ¿Qué miasmas llevará ese perro en el hocico? Ahí empezó a gestarse esa policía social que abandonó su trinchera tras los visillos para tomar posiciones en las calles y apuntar desde ahí con el dedo. El estigma viró entonces a los adolescentes, los locales nocturnos, los hosteleros en general, los fumadores en particular, el que hace la cola en el supermercado sin guardar las distancias, el vecino que prescinde de la mascarilla cuando sale a tirar la basura, las residencias de ancianos privadas (aunque el virus no preguntó la titularidad), las autonomías en función de su color político... Agotados los presuntos responsables, llega el turno de la prensa. Ese recurrente sospechoso cuando las excusas propias se agotan y quien acusa en voz alta mientras calla en silencio olvidando lo que escribió Milan Kundera: el poder del periodista no está basado en la obligación de preguntar, sino en el derecho a exigir respuestas.
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