Siempre me ha fascinado el libro como objeto. Como 'volumen'. De hecho, denominamos volúmenes a los libros: el primer volumen de tal o cual obra. O 'tomo': «Cuerpo grueso o bulto de una cosa», así define tomo la RAE. Pues eso: el libro como cuerpo, ... como algo que presenta, que tiene un tomo. Que ocupa un espacio (continente, a la vez, de otros espacios, materiales o virtuales). Como bulto. Considerado sospechoso en muchos momentos de la Historia, y por eso incinerado, triturado o directamente prohibido. Hay más alusiones al libro en su condición de pieza: el lomo, el lomo del libro. Una especie de columna vertebral. Las estanterías con libros, de casa o de las librerías, son lineales de lomos, que mantienen en pie al libro, ese ser, ese pedazo. Los textos: los libros son textos; es decir: tejidos. Palabras tejidas, trabadas. Hablo del libro original, físico, de antigua planta, cuya textura de junco albergaba el infinito, como titulara Irene Vallejo su maravilloso volumen. Las tapas: los libros tienen tapas que custodian su interior. Como las cajas o los cofres preservan tesoros o enseres. Hemos vivido –desde las casas de nuestra infancia hasta las actuales– en habitaciones con paredes de libros, y con baldas como auténticas vigas maestras de la vivienda (maestras en tantas cosas y asuntos). Qué palabra, 'balda', solo tras muchos años de leer los libros que íbamos respaldando en las baldas que montaba papá supe que era una marca de estante metálico, con el tiempo sustanciado en estructura esencial. A los libros, en la casas, se les tiene que hacer hueco, como a los muebles y a las vajillas. Vivimos, por ejemplo, en Logroño, estas dos semanas, la que sale y la que entra, entre la memoria física y lírica de dos pasillos poéticos –literalmente, sus casas eran en gran medida la versión de una biblioteca; una versión en residencia, en estancia, del inventario de herramienta y útiles que es el obrador de la literatura, incluida–: los de Roberto (Iglesias) y Manolo (de las Rivas). En unos tiempos en que, en el mundo exterior, arrecian las parejas artísticas del comisionismo más obsceno, he aquí, muy al contrario, a dos fraternos para los que cuales la poesía era su economía íntima, entrañada, vital; la que siempre te hace vivir y sobrevivir al máximo de tus posibilidades. Con luz y mecanografía (la máquina de escribir libros o el atril de leerlos: instrumental imprescindible de esta manifactura del cuerpo encuadernado y entintado). Cada una de las palabras y sonidos de la literatura –las de Roberto y Manolo, por supuesto– como un NFT, como un inmaterial o piedra de toque única. Sin precio. Roberto y Manolo eran, en sí mismos, dos volúmenes extraordinarios y poderosos. Dos cuerpos de letra y voz. El día del libro, en fin, siempre vuelvo al objeto, al real e incluso al simulacro: los libros falsos que llenan escaparates, escenografías o bibliotecas en tiendas de muebles (falsos y verdaderos: yo ya entrado alguna vez a interesarme por alguno digno de lance, pero que no te lo vendían si no comprabas todo el mueble; alguno lo hubiera merecido, desde luego). Los libros envueltos –en generaciones de abuelos y aún padres– en periódicos; mitad para preservar su estado de conservación (sobre todo si era prestado o había que prestarlo: el libro era un bien escaso), mitad para –siempre lo sospeché– preservar el secreto de lo que se leía, por si estuviera en el 'Índice'. El libro como adorno, con una botella de coñac en su interior en vez de páginas, o el que servía de pie de lámpara o de tope de puerta. Siempre me acuerdo, el día del libro, de los créditos iniciales de 'El inocente' de Visconti, en los que la mano del realizador, un hombre que, por la enfermedad, era ya incapaz de sujetarse en su propio cuerpo y rodaba en silla de ruedas y no llegó ni a ver la película acabada, pasaba con su propia mano, a cámara, las páginas de la novela de D'Annunzio, deteniéndose en las mellas, manchas y huellas del libro que se disponía a filmar, sí, pero también el último cuerpo en el que se iba a encarnar. O a mudarse.

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