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A mi amigo F. todo le entra por los ojos, de siempre. Y eso le da ventaja para resolver, en el orden práctico, algunas situaciones. Y generalmente con provecho para su bolsillo. Aunque no sea este su objetivo primordial. Por ejemplo, él asegura que 'come ... con los ojos'. Y no es solo el decirlo: es que F. cada día elige para comer un puesto del Mercado, o la barra de un bar o la carta de un restaurante de la ciudad. Se planta delante, mira sin parpadear, se concentra y... se pega un atracón. Con sólo mirar. Y hasta está engordando el tío, porque está hecho un gourmet. Y además, se volvió a graduar la vista hace poco y disfruta de una nitidez suculenta. Así las cosas, se ha propuesto mirar menos; sobre todo de cara a la Navidad, época de excesos. O mirar más las barcas de fruta y de verdura. Ahora se está quitando el pan y pasa por delante de los mostradores de las panaderías poniéndose las manos como orejeras. Y de las cartas de 'Menú del día' de los restaurantes se conforma con leer solo un plato, o como mucho leer dos entrantes. O leer el menú infantil, mejor. Y desde luego, nada de leer postres. No digamos los turrones, esos ni de reojo. Se ha puesto a dieta ocular. Para no forzar la retina, que soporta un aparato digestivo insaciable. Y gracias a esta habilidad orgánica, F. lo único que no hace falta que mire es el precio. De igual manera, asegura fiarse, por encima de otras pesquisas, de qué y de quién le entra por los ojos. Si no los tiene ocupados comiendo, claro. Lo que le entra 'a primera vista', sin forzar tampoco. Tengo –bueno, más bien tenía– otro amigo, G., que le entró hace unos días a F. por los ojos –porque no lo conocía de antes– y no se ha vuelto a saber nada de él. Ni rastro de G. Y lo mismo ha sucedido con algunos objetos y enseres, que también le entraron por los ojos a F. en un momento dado y desaparecieron. Y otro día les cuento la historia de la niña de sus ojos. Pero, como digo, esta cosa que tiene F. le permite resolver de una forma original y barata. Es el caso del ahorro energético. F. ha descubierto cómo calentarse en los próximos meses sin encender la caldera de gas, ni una estufa. ¿Que cómo? Me lo encontré el Black Friday. F. salía de un bazar chino con varias cajas en una carretilla. Nos saludamos y le pregunté qué había comprado. Me respondió, sosteniéndome la mirada, que la calefacción para todo el invierno. Incluso para futuros inviernos. Intrigado le pregunté a continuación en qué consistía la jauja y me lo explicó: «Mira, he comprado cinco aparatos de estos, que son chimeneas o fogatas que fabrican de led, y que tienen esas llamas que se mueven, flameantes, muy bonitas. Pues voy a poner uno en cada habitación. Quizás ponga dos en el salón. Son de bajo consumo, me han dicho. Me parece que funcionan con una pila. Yo me siento, los miro y me producen calor. El calor o el frío son algo subjetivo. Yo, fíjate lo que me ha pasado, estaba ahora mismo en la calle, viendo en el escaparate uno que tienen de muestra, de tamaño mediano, porque los hay enormes, ¡eh!, que parecen un alto horno, uno que está encendido todo el rato, y al cabo de unos minutos pues que me he tenido que quitar el chambergo y hasta me he puesto a sudar, del calor que me ha entrado. El calor, chico, es que es como todo: entra por los ojos. Es pura sugestión. O hipnotismo, si quieres. No tienes más que mirar estas llamas electrónicas y...». Me ofrecí a acompañarle a casa, por ayudarle con las cajas. Cuando llegamos y entramos, la casa estaba helada. «Es que ahora está nevando fuera, fíjate como cae, pero verás cómo en cuanto coloque estos aparatos, entramos en calor». Todas las ventanas estaban cerradas. Solo tenía puesta la televisión y en su pantalla se veía una imagen en bucle de una cortina de nieve cayendo sobre un bosque de abetos. «Es que es la única forma de asegurarse la nieve en Navidad. Y es de buena calidad. Virtual. No se regala ni se ensucia. Indeleble. Toca el plasma, verás que frío está». Y luego F. me invitó... a comer.
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