«Cuente siempre la verdad y, sobre todo, ¡vívala!»
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Vivir la verdad, amar la verdad, comprometerse con la verdad. Este buen propósito que yo hice mío hace ya muchos años, no me lo sugirió ningún cura, ningún obispo. Me lo sugirió un periodista, un periodista enamorado de la verdad, comprometido con la verdad. Él ... no era un teórico de la información y su relación con la verdad –y lo que ello conlleva– le hizo la vida imposible. Lo que llamamos coloquialmente un 'calvario'.
Sufrió la persecución de los nazis y del fascismo de Mussolini, pasó por las cárceles del dictador Tito, no le perdonaron su condición de católico convencido, le arrebataron la compañía de su mujer y de su hija y, después de infinitas penalidades por medio Europa, acabó en España y en concreto en Pamplona, donde yo lo conocí allá por los años sesenta. Daba clase en la Escuela de Periodismo.
Era Luka Brajnovic, personaje entrañable. Hablaba poco y escuchaba mucho, siempre sonriente, de una paciencia sin límite. Me cayó de cine y yo también a él. Y no es que conmigo tuviera un trato preferente: me consta que actuaba con todos igual. Nacido en Croacia, periodista de vocación y de oficio, nunca se dejó comprar para seguir los dictados egoístas de un sistema de pensamiento y de acción tan sectario y dictatorial como el fascismo y el comunismo. Llegó a conocer la realidad de la vida, de las personas, de los pueblos a través de la dureza de la persecución. Un dato muy significativo: dejar su tierra, su mujer y su hija supuso para él un drama que duró la friolera de doce años de separación, y lo que son las cosas de la gente con personalidad, jamás le oí ni una palabra ni le vi el mínimo gesto de venganza o de odio.
Sus raíces cristianas y su respeto por la dignidad humana consiguieron que don Luka –todos lo llamábamos así– tuviese en la más alta estima y como el don más precioso el de la libertad. Pero no una libertad vacía de sentido como la que percibimos hoy, no. Concebía la libertad basada en la verdad, en la naturaleza 'natural' de las cosas, del hombre, de la mujer, del ser concebido, del matrimonio, de la educación, de la muerte natural, nunca buscada. Y cuidado que él se jugó la vida en tantas ocasiones.
De ahí su amor a la verdad, su compromiso con la verdad. Sus clases de deontología y de ética periodística no eran un rollete teórico soltado a voleo; era un abrir su alma y su corazón a los que le escuchábamos embelesados por la convicción con que nos contaba sus experiencias.
Yo era ya cura por aquel entonces, el único de mi promoción. Y don Luka me repetía a menudo como el abuelo de la familia que quiere dejar un buen legado a su nieto: «Don Justo, sea usted siempre fiel a la verdad, ame la verdad, juéguese todo por la verdad, si es necesario. No en vano Jesucristo del que usted es representante se afirmó a sí mismo como la verdad. No le falle». Esta cita la traje yo a colación hace muchos años en este espacio.
Ha marcado mi vida. Y hoy la quiero recordar porque el miércoles pasado el papa Francisco nos dijo a todos, a los periodistas también, que lo más contrario a la verdad es la mentira, la hipocresía, el no ser coherente entre lo que uno piensa y lo que escribe o habla. 'Hipócritos' en griego era la careta que los actores se ponían para ocultar su verdadera identidad. La hipocresía, vino a decir Francisco, es la máscara que por miedo a la verdad nos ayuda a escondernos, a no dar la cara –para que no nos la partan, añado yo–. En definitiva, la hipocresía es la actitud que no nos deja ser nosotros mismos, sino lo que los demás quieren que nosotros seamos. Estamos ante el peor atentado a nuestra propia dignidad personal.
La hipocresía es la mejor aliada del relativismo que padecemos: ha convencido a muchos de que conocer la verdad es imposible, y no digamos nada la pasión por buscarla. Conclusión que sacan: como no puedo conocer nada de forma definitiva, tampoco puedo tomar decisiones que entrañen una entrega indiscutible y para siempre. Por eso hay tan pocas personas que estén al nivel de mi admirado don Luka. ¡Una pena!
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