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Una de las diversiones familiares más inocentes que recuerdo de la infancia jarrera acontecía cuando, a las tres de la tarde en punto, un hombre ... que vivía en la casa de enfrente se echaba a la calle. ¡Ya sale!, se excitaba el vigía de turno, y todos saltábamos de la mesa al balcón para contemplar el espectáculo. Nada más aparecer por el portal, el tipo recién comido introducía la zarpa en el bolsillo derecho de la pelliza, sacaba el mondadientes y, para nuestro regocijo, se lo metía en la boca y empezaba a darle caña. Subrayo el artículo determinado porque dábamos por hecho que se trataba siempre del mismo palillo —si fuera nuevo saldría con él puesto— y que una vez finalizada la tarea lo restituiría a su sitio hasta el día siguiente, o hasta que el desmoche de las puntas obligara a sustituirlo. Otra hipótesis, más rebuscada, era que el escarbadientes fuera multiuso, quizá metálico o incluso de plata, a juego con alguno de los piños cuyos paluegos debía arrancar sin despuntarse.

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