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A la salida de la exposición de Rosa Castellot en la Amós, 'El silencio en el aire', y todavía prendidos de la estela de su limpidez, misterio y silencio juanramoniano (gracias a la delicada administración y puesta en pared de Carlos Rosales, su comisario, ... y seguimos declinando la palabra Rosa), nos pusimos hablar, con ella y con Félix, de la vida de los cuadros. De la vida literalmente, como seres vivos que son, gestados por el genio natural (tan grande como discreto en el caso de Rosa) e independizados a partir del momento en que salen del estudio con destino a otras casas y salas. Porque ahí ya llevan una muy otra vida, singular en cada obra, de la que el artista, en mucho tiempo (o incluso para siempre), puede ya no tener noticia o conocimiento. A no ser que, bien procurándolo o bien por azar, un día... se produce un reencuentro. Y entonces: ¿cómo leer en la piel o en el marco de la obra los años y los hechos transcurridos, advertir la huella de cada habitación, el aire de huecos ajenos? Y viceversa, pues también el o la artista sufrió entonces una especie de orfandad recíproca. Y también han pasado para él o para ella los años y los acontecimientos, y las habitaciones, y surgieron después otras obras. Venía todo esto a cuento porque una de las cosas que más le emocionaban a Rosa de su exposición –que es de una vida, en curso, pero una vida, en tantos sentidos, horas y trazos, de una vida suya y alrededor– era la oportunidad que le había brindado de reunir piezas suyas que desde hacía años se encontraban habitando en casas de amigos, de amigos de amigos o incluso de desconocidos. La ocasión de volver a buscarlas (lo que conlleva una investigación muy personal, entre entrañada y detectivesca). De mirarlas y de tocarlas. De volver a asociarlas (y ahí, la edición de Carlos Rosales conforma un orden, ¡un aire!, de gran precisión temporal, plástica y poética). De preguntarles, en definitiva, qué tal les había ido fuera. De preguntarse también por ella misma, claro, en cuanto seguía atesorando cada una de esas piezas, lejanas en su residencia, un reflejo puntual de su existencia como creadora. La oportunidad de la exposición le permitía, de algún modo, reinventariar y reinventariarse. A la vez que, en el nuevo catálogo que componen para la circunstancia, identificar la orla de seres queridos y de espectadores eventuales que decidieron cobijar en sus casas, o regalar, fragmentos de su imaginación dibujada. Una celebración, la que procura la exposición, no exenta, por tanto, de curiosidad y hasta de su trama. Y me gusta fantasear –nos gustaba fantasear, a la salida de la exposición, el otro día– cómo cuando la Amos cierra sus puertas, en la oscuridad, las obras, que durante la noche dejan de ser expuestas a la observación, certifican su familiaridad y reconocen la mano maestra. Cómo, una vez recoleccionadas, descubren o redescubren una íntima fraternidad. Cómo se presentan o se recuerdan las unas a las otras, y se ubican en el espacio-tiempo de su creación, desde Madrid a Santa Lucía, desde el periodo de la escuela hasta la meseta del magisterio. Cómo comentan sus hechuras y texturas respectivas, cotejándolas, admirando épocas distintas, lápices distintos, cuadernos distintos, progresos, cambios, sus volúmenes de blanco y de gris o las notas de color; su condición de boceto o de obra acabada. Cómo se dan novedades. Cómo pueden relatar la vida transcurrida en sus diferentes destinos, su relación con los diferentes propietarios o depositarios. Caracteres, acontecimientos, anécdotas. La vida que les concedieron. Cómo les ha ido, en fin, en calidad de obras de arte. Y la experiencia de salir de cada localización y coincidir a lo largo de unos meses enfrente de sus parientes. Y cómo entre todas –que es a lo que van, y a lo que voy– componen el retrato y el paisaje de quien las ideó materialmente: de Rosa Castellot.
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