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No sé si a los amables lectores de mi generación les sucederá lo mismo, pero a medida que me acerco al final de mi trayecto vital voy reconociendo con tanta humildad como clarividencia los errores cometidos durante el viaje, esos que, si uno pudiera empezar ... de nuevo, se esforzaría en no repetir. Son tantos, que necesitaría varias columnas para enumerarlos, así que me centraré solamente en uno, y de los que se pueden contar: la posesión de cosas, aparatos, trastos y objetos que podemos llegar a almacenar en nuestra morada.
Cuando con veintitrés añitos decidimos vivir juntos para crear un hogar y fundar una familia, nos entrampamos de por vida (uno de los mayores errores, pero este para otro día) por un piso pequeño, pero tan maravilloso que no contenía absolutamente nada y tampoco teníamos nada que meter allí. Nada es nada. Compramos lo mínimo vital: una cama, una mesa camilla y dos sillas que por la noche hacían de mesilla. Durante los cuarenta y cinco años siguientes hemos ido ocupando viviendas cada vez más grandes y por tanto capaces de acumular menajes, vajillas y muebles, principales y auxiliares, electrodomésticos, aparatos electrónicos, juegos y juguetes, libros, tebeos y grabaciones, cuadros, adornos, colecciones absurdas, botellas, plantas, herramientas, bicicletas y demás bienes prescindibles. El error consiste en haber convertido aquel primer hogar hermosamente vacío en un almacén repleto de cosas adquiridas durante décadas, a las que uno se apega como si fuese inmortal, que en su día costaron una pasta, pero ya no valen nada, que no tenemos valor para arrojar al contenedor y en cuyo destino cuando falte mejor ni pensar.
Se dice que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Ni más feliz, añadiría. Es más, poseer demasiadas cosas innecesarias a la larga produce, no sé si infelicidad, pero sí añoranza de los tiempos en los que no tenías nada. Ahora fantaseo con que terminamos nuestra vida juntos en un pisito casi vacío, con una terracita donde tomar el aire y contemplar los cielos y con lo imprescindible para sobrevivir dignamente, a saber, una cama, una mesa camilla y dos sillas que sirvan de mesillas. Bueno, y un buen sofá para que tú veas tus series en una tele grande mientras en la habitación contigua yo veo y escucho mis óperas y conciertos en otra, apoltronado ante a un equipazo audiovisual y rodeado de los libros, discos y partituras que alimentan mi espíritu como el frigorífico mi estómago. Y el piano, por supuesto. De cola, claro. A ver, hay cosas y cosas. Además, la vida son tres días y la sirena ya ha anunciado el mediodía de mi tercero.
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