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Cualquier persona que corra tiene mi admiración. Hasta Isabel Díaz Ayuso, aunque solo lo haga para rodar un spot de campaña. Hasta Edmundo Bal, que publica una foto de su muñeca con uno de esos relojes que lo mismo te dicen las pulsaciones que te ... dan la receta de los callos. Con tanta política a golpe de zancada, de tuit y de disyuntivas y con tanto aficionado a la carrera parece que, en lugar de en las urnas, las elecciones madrileñas se fueran a dirimir en una pista de atletismo: medalla de oro, ramo de flores y la presidencia de la Comunidad de Madrid para el ganador de los 400 metros lisos. O vallas, que todos los candidatos van a tener que saltar unos cuantos obstáculos.
Perdón por la obviedad, pero correr es una cosa muy cansada. Será por eso por lo que fracasé la única vez que lo intenté: con mi trote cochinero y mi equipación deportiva (una camiseta de la Caja Rural que me regalaron cuando metí diez mil pesetas a plazo fijo y unos pantalones cortos que le quité al heredero) provoqué la hiperventilación propia y el descojone ajeno. Por eso no volveré a hacerlo, por muy pesados que se pongan los proselitistas del correr, siempre intentando ganar adeptos para su causa. Aunque cada uno hace causa de lo que le da la gana, también es verdad: ellos, de machacarse las rodillas; yo, del café solo; los políticos, de lo que les conviene; Murakami, del Nobel de Literatura, que lleva años persiguiéndolo y aún no lo ha conseguido. Peter Handke, en cambio, camina en lugar de correr, y ya ha sido bendecido con el galardón de la Academia Sueca. Como Louise Glück, que escribe «las cosas / que no pueden moverse / aprenden a mirar». A veces es mejor no ir tan rápido. A veces, incluso, es mejor parar.
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