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El estallido del 'caso Pegasus' en su doble vertiente –el espionaje a una sesentena de representantes del independentismo catalán y vasco, confirmado por el CNI sobre 18 de ellos, y el ataque con el mismo 'malware' israelí al presidente Sánchez y la ministra Robles– ha ... situado el foco sobre los servicios secretos y la seguridad del Estado de una manera tan inopinada como altamente contraproducente. Las preocupantes revelaciones de las últimas tres semanas constatan que el CNI investigó en 2019 con autorización judicial a quien entonces era nada menos que el vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonès; que puede haberse producido una alarmante falla en la protección de las comunicaciones del jefe del Gobierno español; y que el Ejecutivo ha caído en un espinoso enredo al ser él mismo el que ha destapado la vigilancia ilegal a Sánchez. Una democracia afianzada ha de confiar en la solvencia y legalidad de sus servicios secretos. Pero sin que ello redunde en ausencia de control parlamentario –lo que exige, a su vez, compromiso con el Estado de los miembros de la comisión de secretos oficiales– y en bloqueo de la reforma de la ley sobre información confidencial heredada de la dictadura que no puede proyectarse sobre la España de 2022.

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