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Esta Rioja nuestra, sumida en un declive lentísimo y sostenido, es la tierra del otoño, ese tiempo de la dulce decadencia que es donde vive nuestra región desde hace mucho. «Ya se sabía que el otoño tenía que ser triste –escribe Hemingway en 'París era ... una fiesta'– porque cada año se le iba a uno parte de sí mismo con las hojas que caían de los árboles». La Rioja es la tierra del otoño, porque es la estación del ocaso, cuando después del vigor y de la luz todo empieza a fallecer en una agonía de sombras largas y de majuelos dorados que es bonita de observar. Estamos en otoño, las cepas han explotado en esa protesta furiosa y roja tras la vendimia y el campo entero es una lumbre de cepas por la que bajan los mirlos y las currucas mientras los estorninos ven ese mar de hojas naranjas lleno de racimos muertos y van preparando sus bandadas esponjosas para un festín que está a punto de llegar, porque siempre tras la muerte hay banquetes y jolgorio.
Mientras aquí prosigue nuestro manso deterioro, las viñas también caen en un desmayo de color que va despacio y acaba súbitamente igual que esas canciones hipnóticas de Van Morrison, así que hay que darse prisa para ver el espectáculo; dura poco y está sucediendo ahora.
Mirar al paisaje, además de ser una cosa propia del ganado, era un patrimonio exclusivo de los señoritos que tenían tiempo para levantar los ojos del surco. Aquí hace poco que hemos descubierto este tesoro, y siempre anda uno tentado de esconderlo para acapararlo en secreto al modo de Gollum con el anillo. Nuestras viñas en otoño no alcanzan el éxito de las lavandas de la Provenza ni de los cerezos en flor de Japón, pero antes que disfrutarlas en una intimidad paleta sería bueno empezar a promocionarlas. Es tan impresionante que dan ganas de salir a proclamarlo por todas partes y hacer como Dominguín tras su primera noche con Ava Gardner. «¿A dónde vas?», dijo ella al ver que se levantaba de la cama. «A contarlo».
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