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Una tarde, no recuerdo exactamente cuándo, pero calculo que fue entre el Big Bang y la desaparición de los dinosaurios, un tipo con el que estaba tonteando me acarició una pierna. Ronroneante y bajando la voz dos tonos, me dijo «Qué bien te has afeitado». ... Afeitado. Vale. No pretendía yo que me recitara a Neruda («debajo de tu piel vive la luna»), que hubiera sido suficiente con que me dijera que tenía una piel suave. Pues no: de todos los verbos que hay en el castellano, escogió uno aplicable a los tíos y a la Gillette. Tras aquello, el pavo dejó de gustarme para siempre. Excepto que te estés enrollando con un ciclista profesional, tienes que ser muy gilipollas para intentar conquistar a alguien diciéndole que se ha afeitado bien las piernas. Cállate, mejor. El amor se puede expresar con actos o con palabras. Personalmente prefiero lo primero pero, si te da por hablar, procura elegir bien los términos. En el amor es en el único campo donde puedes pasarte de cursi, de empalagoso, de almibarado. Es preferible una subida de azúcar a un bajón.
Por eso me quedo con las cosas que Villarejo le dice a Ferreras. «Papeamos, comemos, nos reímos. ¿Tú sabes que eres mi debilidad? Humildemente y por lo tanto, estoy totalmente entregado a ti» ¿Quién se puede resistir a tan romántica declaración? El único pecado que cometió Ferreras fue el de enamorarse de la persona equivocada. Claro, que lo mismo le pasó a Pantoja con Julián Muñoz y mira dónde acabaron. Como hace Toni Servillo en la película de Sorrentino, el periodista y la folclórica tenían que haberse apuntado en un papel la siguiente advertencia: 'Proyectos para el futuro: no subestimar las consecuencias del amor'. Pero quién se hace caso a sí mismo.
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