En la madurez hay misterio, hay confusión». Así inicia John Cheever sus diarios. Además, añado, hay dolores de espalda, y pastillas que funcionan como prótesis para andar por los días, y despertares tempraneros. Y hay últimas veces que no sabes que van a serlo. Pero ... también las hay primeras: una extraña coincidencia de fechas me lleva a pasar mi cumpleaños lejos de casa. Por primera vez, sí. Esta mañana hemos cogido un avión para plantarnos en Nápoles, esa ciudad tan decadente y hermosa como una estrella de cine que aún conserva parte de su brillo, tan caótica como una caja de costura llena de hilos enredados, tan misteriosa y confusa como la madurez.

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Anoche, entre las camisetas, guardé en la maleta las velas de cumpleaños con la intención de plantarlas sobre una 'sfogliatella' y soplarlas mientras el camarero y los comensales me cantan 'Tanti aguri a te'. Si no lo hacen, siempre puedo recurrir a la técnica de Rocío Jurado, que salía a la puerta de su chalet para brindar con los periodistas y celebrarse a sí misma. «Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, me deseáis todos, cumpleaños feeeeeeliz», se autocantaba, alargando y aflamencando las vocales hasta subirlas a tonos inalcanzables. Entretanto, Ortega Cano, ese hombre que pasa de la hipotensión a la ira en décimas de segundo, la miraba arrobado. Mientras abro la puerta de la habitación del hotel, me olvido del torero y vuelvo a Cheever. En mi madurez no hay misterio, pero sí mucha confusión, cada vez más. No sé para qué sirve cumplir años si no hay claridad en ellos, si las certezas aún no han llegado. Y, sobre todo, si sigo haciendo mal la maleta: no encuentro las velas por ningún sitio. Empiezan bien los cincuenta y tres. Tanti aguri a me.

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