La celebración del debate sobre el estado de la nación –la cita parlamentaria más relevante de la legislatura al margen de la investidura– y la voluntad del Gobierno de dar un arreón a su agenda legislativa para rearmarse tras el revés de las elecciones andaluzas ... han convertido el pleno del Congreso de los próximos martes, miércoles y jueves en una cadena de intervenciones y votaciones difícilmente digeribles para la opinión pública y el conjunto de la ciudadanía. La prolija actividad de las Cortes y todo lo que genera a su alrededor induce a prácticas complicadas de embridar por su propia naturaleza y por arraigados usos y costumbres. Pero el maratón que se avecina en esas 72 horas, donde van a discutirse también iniciativas del calado del decreto anticrisis, la Ley de Memoria Democrática y la facultad para forzar la renovación del Constitucional, vulnera no solo la voluntad de caminar hacia una conciliación que las instituciones han de procurar además de predicársela a la sociedad. También la propia eficacia democrática que debería propiciar debates mejor ordenados –lo que exigiría habilitar los lunes y los viernes– y, en consecuencia, con mayor margen para poder fiscalizarlos.
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