Todo, todo, todo está en los libros. Lo cantaba Vainica Doble y lo confirmo yo, que en ellos he aprendido desde los principios del feminismo hasta a hacer de comer: cuando empecé a darme cuenta de que no sólo tenía que alimentar el espíritu sino ... también el cuerpo, pasé de Simone de Beauvoir y 'El segundo sexo' a Simone Ortega y sus '1.080 recetas de cocina'. Dos Simone y dos clásicos, cada uno en su género. Como el libro de cocina de Ana María Herrera, que se vuelve a reeditar estos días con su nombre en la portada después de que se haya publicado durante cuarenta años sin que apareciera su autora por ningún lado.

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Pero mi afición a los libros de cocina no implica que sea una magnífica cocinera, que también me gusta la moda y no sé coser ni un dobladillo. Lo que sí es cierto es que una, que se pasa la vida a régimen para poder disfrutar del placer de quebrantarlo, empieza ya a saltárselo sólo con leer: rechupeteo las páginas de 'Lo que hemos comido', de Josep Pla, saboreo 'La Casa de Lúculo', de Julio Camba, salivo con M. F. K. Fisher y 'El arte de comer' y acabo con cinco kilos más. Leer engorda. A pesar de ello, prefiero los libros de cocina a los videos de recetas de tíos guapitos que dicen «especies» en lugar de «especias» y que echan calamares a la sartén sin camiseta, a pecho descubierto, a porta gayola, mientras yo sufro como una condenada pensando en lo que tiene que doler una salpicadura de aceite hirviendo en una tetilla.

Desafortunadamente, y por aquello del signo de los tiempos, del entretenimiento y de la cocina espectáculo, mi hijo aprenderá a cocinar en YouTube. Pero, cuando se vaya a la universidad, a éste le meto yo el libro de Simone Ortega en la maleta. Y el de la otra Simone, también. Y hasta un par de tuppers de lentejas. Por si acaso.

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