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El pequeño comercio ajeno a la alimentación es, junto a la hostelería, uno de los más significados damnificados de las restricciones articuladas para tratar de frenar la pandemia. El sucesivo rosario de aperturas restringidas, los perimetrajes que han limitado la movilidad de sus potenciales clientes ... o, en la actualidad, la clausura de toda actividad no considerada esencial han condicionado cualquier proyecto económico que requiriera del contacto personal para su desarrollo. Si el virus encuentra en las relaciones sociales su caldo de cultivo y la autopista para expandirse, parece lógico asumir que solo evitándolas sería posible reconducir la gravísima situación sanitaria. Ahora bien, las consecuencias de tal imperativo no pueden correr a cuenta de solo unos pocos. Si volver a la actividad normal es, de momento, inviable, el comercio necesita de un esfuerzo extra de 'lo público' para garantizar su supervivencia. Un esfuerzo más allá de ayudas o subvenciones puntuales que debe abordar su imprescindible modernización y puesta al día. Porque al comercio, la pandemia le ha llegado en medio de otra crisis que aún no había digerido: la que le había provocado el comercio digital y el cambio de costumbres de los que eran sus clientes y, sobre todo, de los que habrían de serlo en el futuro.
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