No tengo árbol de Navidad. Lo tuve, pero desapareció sin dejar rastro. No sé si le crecieron las raíces y echó a andar o, simplemente, se rompió y lo tiré a la basura. Esto último es menos poético, pero más probable. El caso es que ... en la caja en la que lo guardaba no queda ni una rama. Eso sí, ahí están las bolas y el espumillón; rastros de que, alguna vez, esa caja contuvo una fiesta.
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La casa también echa de menos el árbol. Sabe que, por la Inmaculada, la gente ya ha colocado la decoración navideña. En mi barrio, algunas plantas bajas tienen tal despliegue de luz y de color en la fachada que oscilan entre la tómbola de los Hermanos Pichichi y el puticlub de polígono. Mi casa, en cambio, parece una celda cisterciense: solo hay una flor de Pascua medio mustia y un nacimiento blanco y minimalista. Y la casa protesta, y cruje, y se queja, porque ella es de la escuela churrigueresca y cree que más es más y mejor. Quiere un árbol gigante, abigarrado, abrumador, lleno de lazos, estrellas, guirnaldas y querubines; un árbol que podría servir como fondo a Norma Duval y Marc Ostarcevic para felicitar las Navidades de los 80 con aquellas fotos en las que ella aparecía envuelta en terciopelos, él asomaba la cabeza por el cuello apretado de la camisa con pajarita y los chiquillos, disfrazados de Príncipe de Beukelaer, intentaban disimular con una sonrisa el rencor que comenzaban a acumular hacia sus padres por exhibirlos con esas pintas.
Harta de oír refunfuñar a la casa, me he ido al chino a por un árbol. Y también he comprado decoración a tutiplén, claro. Pero me parece que me he pasado poniendo luces en la fachada: esta tarde le he abierto al repartidor de Amazon y me ha preguntado a cuánto estaba el descorche.
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